02 julio 2010
¿Dios es sordo?
No solamente es sordo, sino que debe esconderse en una de las casas vecinas. Por lo menos es lo que parece pensar un pastor evangélico, gerente de una de esas iglesias que amparadas en nuestra, al parecer sacrosanta ley de libertad de cultos ― no afirmo que esté mal elaborada, aunque pienso que probablemente sea mal interpretada y que con toda seguridad esté mal aplicada ― se multiplican como piojos en una cabellera mal lavada y que se dedica cada noche, sin importarle la terrible molestia que significa para sus vecinos inmediatos y hasta para sus vecinos no tan cercanos, escucharlo berrear su pretendido amor a Dios a fuerza de chillidos que más parecen salir de la boca de un demente que de una persona piadosa.
Entre las cualidades de Dios, a mí me asombraría encontrar la sordera. Algún sabio estudioso del más allá lo hubiera descubierto antes, imagino. Pienso que el pastor debe estar equivocado. He tratado de sacarlo de su error, pero él parece que no me escucha o que no me oye. Tal vez el sordo sea él. Y aquí quiero dejar en claro que respeto mucho la fe ajena y que no pongo en el mismo saco a todos los creyentes, ni todos los cristianos, católicos o no.
Démosle al buen pastor el beneficio de la duda. Dios no es sordo y el pastor tampoco es sordo. Examinemos otra posibilidad: el pastor necesita vocear y no solo vocear sino amplificar artificialmente su voz ― no quiero insistir en lo desagradable de su timbre ― por medio de altoparlantes colocados en el exterior de su iglesia porque sus feligreses son sordos, o porque, y esta es una posibilidad inquietante, porque siente que Dios se encuentra lejos de su templo cuando él ― sin ninguna piedad para los vecinos que ni son miembros de su iglesia, ni les interesan para nada, pero para nada sus argumentos ― grita sus tontos sermones. Ahora bien, sé, porque lo he comprobado, que sus feligreses no son sordos.
Mis lectores estarán de acuerdo conmigo cuando digo que vociferar, bramar, vocear, es ya una forma enfermiza de comunicar con Dios, pero el asunto es mucho más serio, pues el pastor sin darse cuenta reniega de la Omnipresencia divina de Dios, una cualidad reconocida desde los tiempos bíblicos. Un asunto grave para un pastor, aunque se trate de uno que se ha autoproclamado representante de la divinidad en la tierra, con la facilidad y la liberdad, mal comprendidasy peor aplicadas, que cualquiera de nosotros puede ejercer, a condición de renunciar a la seriedad y al respeto de sí mismo.
He tratado de hacérselo entender, pero él se niega a escucharme. ¿Será obtuso el pastor? Digo eso porque me niego a pensar que sea un mercader de mala muerte como afirma mi vecino, que utiliza la ley de libertad de cultos para engañar a unos incautos, y que convierte la esperanza de las buenas gentes en una venta por parcelas del paraíso, es decir, en un redondísimo negocio de bienes raíces celestial sin necesidad de pagar impuestos y sin que nadie le haga una auditoría para comprobar que hace en verdad con las donaciones de sus incautos seguidores.
Ante esta situación, surge otra pregunta inquietante. Si Dios no es sordo, ni el pastor es sordo, y tampoco los feligreses y desgraciadamente ni yo, ni mis vecinos lo somos, ¿serán sordas las autoridades? Eso explicaría la aparente indiferencia oficial ante el uso abusivo que hace el pastor de sus derechos, pisoteando a fuerza de griteríos cotidianos e histéricos ― y que las lectoras me perdonen el adjetivo ― el derecho a la paz de sus vecinos. ¿Sería mucho pedir que las autoridades competentes ― no, no es una contradicción ― conversen amistosamente con el pastor y le pidan que se contente con vociferar en el interior de su iglesia y que se abstenga de molestar a todo un barrio? Díganme, ¿sería mucho pedir?
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