22 junio 2010

Apología de las palabras



En un ensayo titulado “Poesía y Pensamiento Abstracto” Paul Valery evoca una conversación que tuvo lugar en París entre el poeta Stefan Mallarmé y el pintor Edgar Degas a principios del siglo XX. Degas quien, además de enseñarnos a ver la luz y el movimiento a su manera, también incursionaba en el arte de la poesía.

De aquella conversación Valery no describe los detalles, pero a mí me gusta imaginar la escena en el mes de septiembre. Veo al poeta y al pintor juntos, frente a un ventanal por donde penetra el último fulgor de la tarde. Arriba, se extiende un cielo sin nubes, de un gris abismal; a lo lejos, el horizonte ha tomado tintes rojizos y tiñe de púrpura las aguas del Sena.

Querido amigo, dice Degas, a veces intento escribir un poema, pero a pesar de tener una idea perfectamente clara de lo que deseo expresar, no lo consigo.
Mallarmé, contempla por unos segundos las hojas muertas en el jardín y aquella melancólica escena de otoño le hace pensar en un viejo amigo que acaba de morir: el poeta Francis Vielé Griffin, americano de nacimiento, pero francés de entusiasmo. Luego deja que sus ojos se pierdan en aquel cielo sin nubes, tan vertiginoso como una página vacía de palabras, y dice:

Mi querido Edgar, es que los poemas no se escriben con ideas, se escriben con palabras.

A Edgar Degas aquella sentencia le pareció tal vez un aforismo sutil, posiblemente un alarde de agudeza o quizá una frivolidad, pero cuidémonos nosotros de considerar superficial la afirmación de Mallarmé y no olvidemos que las palabras cuando existen en una dimensión literaria tienden a trascender su propia apariencia y a sobrepasar sus propios límites.

Los lingüistas, los filólogos, los gramáticos, los semiólogos o los académicos las pueden examinar, a la manera de un cirujano que desnuda el interior de un cuerpo.
Las pueden definir en base a sus características físicas, a sus vocales, o a sus consonantes.

Las pueden estudiar por sus signos, por sus orígenes o por su posterior evolución.
Las pueden clasificar por sus denotaciones primarias o por las connotaciones que las matizan y las enriquecen.

Las pueden catalogar por sus curvas melódicas o por sus acentuaciones.
Las pueden aislar por sus funciones o su posición en la frase.
Las pueden considerar castizas ― como un cristiano viejo de la época de la conquista de Granada ― o las pueden tildar de bárbaras porque acaban de pasar una frontera lingüística, más o menos ilegalmente, y aun no han recibido las bendiciones oficiales de alguna academia.

Pero ni aún la suma de tanta reflexión, de tanto conocimiento, nos dirá todo sobre esa entidad inasible que es la palabra; quizá porque en contradicción con la noción misma de cordura o de razón, las palabras, sin perder su esencia inicial, son más que ellas mismas y porque a pesar de estar constituidas de materiales perfectamente identificables, de poseer una pequeña y limitada cifra de sonidos, de tener un número exacto de fonemas, de existir en una cantidad finita más o menos determinada en cada idioma, sus posibilidades de creación de imágenes, de ideas, de sentimientos, de matices, de expresiones, de símbolos o de sugerencias son ilimitadas, como las ondas circulares de un guijarro ideal en la superficie de un lago sin orillas ni horizontes.



Y es que las palabras se parecen a nosotros, quizá porque son el reflejo de nuestro espíritu, la expresión de lo que hay en el hombre de más asombroso y de menos explicable y traen dentro de sí, como nosotros, el ansia de una posible eternidad, de un inasible infinito.

Nuestra la lógica no las contiene, ni tampoco las fronteras del tiempo nuestro o del espacio nuestro y así como un grano de arena contiene la historia del río que lo pule a través de los siglos, el rastro de los valles y de las montañas que lo formaron, la memoria de las glaciaciones y de las erupciones volcánicas que contribuyeron a darle forma, color, peso y densidad; la huella de las lluvias, de las nieves, de las heladas y de las tormentas que transformaron sus elementos, trastocaron sus moléculas o sacudieron sus átomos, así, en una sencilla palabra cualquiera podemos reconocer, si sabemos mirar, si sabemos escuchar, las voces de los hombres y de las mujeres que vivieron antes que nosotros y que las usaron para articular su amor o para expresar sus rencores, para enunciar sus miedo o compartir sus esperanzas; para decir adiós o para manifestar su perdón; para formular sus sueños o sencillamente para plantearse las preguntas fundamentales que todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, nos planteamos: ¿Qué y quiénes somos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro porvenir como individuo y como especie?

Existe en las palabras, además, un aspecto que nos hace pensar en una noción que trasciende las dimensiones de la normalidad y que nos empuja sutilmente por sendas inexploradas; ellas, cuyo papel consiste, aparentemente, en nombrar, en iluminar, en aclarar, en señalar… se ven a menudo perdidas, atrapadas por la complejidad de este mundo que gira entre abismos sin fondo y en donde la armonía convive con el caos; este mundo nuestro tan maravilloso y tan aterrador que para sentirnos seguros y apaciguar nuestro inquietud llamamos Realidad, porque de alguna manera tenemos que lidiar con esa inmensidad que llamamos Cielo, con esa continuidad arrolladora que llamamos Tiempo o con esta ola de carne dolorosa y breve que llamamos Vida.
Esas sendas que ante llamé inexploradas, y que quizá sean simplemente inexplorables, nos llevan hasta los linderos de lo que es posible expresar, allí donde comienza, según Wittgenstein, el reino de lo místico.

Y esas sendas nos hacen recordar también una noción usada y abusada por los siglos de los siglos: la noción de milagro; pero, no en el sentido personal del ser humano embriagado por sus afanes de salvación, sino como el que sugieren esos versos, hechos con las cosas de todos los días y con otras que en lo misterioso vio Rubén Darío o como sugiere el viejo Whitman cuando afirma: “Ver, oír, tocar son milagros…” y nos recuerda que todo es un milagro, por ser la vida tan portentosa, tan asombrosa y tan llena de misterios.



Y si es así, entre los prodigios de la vida cotidiana, hablar, entender, pensar, leer, escribir, es decir, existir en el mundo de las palabras y de las ideas, constituye entonces el más asombroso de los milagros en la escala de Whitman.

Un inglés irónico y profundo dijo una vez una frase tan elegante como verdadera: “La naturaleza imita al arte”, lo que a mí me hace pensar en aquel campo de cereales que instaló la nostalgia en los dorados cabellos del Principito, o sencillamente, en este mundo que un poeta visionario aunque ciego, no podía imaginar sin los aforismos de Oscar Wilde.

Y es que existe ciertamente una relación a la vez ambigua y evidente entre la dimensión de las palabras y las otras dimensiones de lo real, y uno de los aspectos más atractivos de esa ambigüedad es ese vínculo impreciso, fluctuante y lleno de sugerencias que existe entre las cosas y las palabras, entre lo dicho y lo posible, entre las entidades y los signos.

Basta recordar la versión de San Jerónimo del primer día ― en base al Génesis de los hebreos ― para imaginar lo inimaginable: las circunstancias de aquel momento mítico cuando la luz imitó a la palabra. El mundo era un lugar oscuro y vacío, el Verbo, que flotaba sobre las aguas, se convirtió en luz y separó las tinieblas de las tinieblas. En ese instante la palabra y el resplandor nacieron al mismo tiempo, fueron la misma cosa.

Esa imagen, independientemente de su simple veracidad, nos hace pensar en un universo que es más un concepto espiritual que una entidad hecha de materia y de energía. Ese mismo aspecto es el que Hermógenes y Crátilo analizaran una vez en compañía de Sócrates en las calles de Atenas. ¿Contienen las palabras la esencia de las cosas que nombran o esa relación entre el vocablo y el objeto es tan sólo una sencilla convención humana? Se preguntaban.

Y ese vínculo tenue y tentador, Jorge Luis Borges, trastocando los acentos en nombre de la rima, lo retoma a su manera siglos más tarde, y dice:

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de ‘rosa’ está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’
.

Y estos versos nos hacen volver a Mallarmé.
Evidentemente no basta la idea de un cuadro para pintarlo; tampoco basta el pensamiento de un poema para escribirlo. Sospecho que esta afirmación puede invitar a algunos a hablar de talento o de dones; a otros los puede llevar a recordar al Martín Fierro y a recitar junto con él:

“No canta quien tiene ganas sino quien sabe cantar”

Pero no me parece que ese sendero nos lleve a una conclusión que nos pueda ser de alguna utilidad en este momento. Prefiero pensar que más bien nos invita a hablar de la lucha continua del escritor con esas palabras que le llegan usadas, ajadas, con múltiples huellas ajenas, algunas indeseables.

Es un hecho, las palabras que utilizamos no las hemos inventado nosotros. Estaban ahí, antes de que naciéramos. Otros las habían usado con anterioridad o habían abusado de ellas; otros las habían pervertido, ensuciado, corrompido tal vez, pero aun así, las palabras se vuelven nuevas de repente, adquieren un nuevo sentido, un nuevo rostro cuando las usa el poeta, el autor, el escritor, y dejan atrás cualquier resabio de vulgaridad como cuando Bertolt Brecht, evocando el rocío del amanecer en los Bosques Negros, dice: “al alba los abetos mean en el gris” o cuando, detrás de vocablos tan aparentemente atroces como herida o desangrar descubrimos, con fascinación y deleite, la más dramática y admirable imagen de una rosa que haya propuesto un poeta:

“Para ser como tú, sólo una herida,
Abierta y desangrándose en el aire”.


Las palabras se nos parecen tanto; luchan como nosotros contra al tiempo, aunque sospechen que es una lucha desigual, destinada a ser perdida, pero como nosotros, no pueden hacer otra cosa sino continuar siendo, quizá porque “a pesar del tiempo terco” en ellas, como en Rubén Darío, “su sed de amor no tiene fin”; y quizá como Francis Vielé Griffin, cuando mueren siguen existiendo “entre sueños y rosas, perdido para siempre entre la noche y el azar”.

Las palabras son seres de ahora y de siempre, que como Franklin Mieses Burgos pasan por el mundo entre “crespones transparentes y verdades podridas como sombras”; mientras son arrastradas por esta vida en la que “todo pasa y todo queda”, embrujadas como Macbeth, por ángeles y demonios que hacen que lo hermoso sea horrendo y lo horrendo sea hermoso.

Pero las palabras, con todo su encanto y toda su belleza ― al igual que aquellas sociedades abiertas que tan agudamente definiera Karl Popper ― también representan el más formidable enemigo del Status Quo, porque llevan en su seno un germen indestructible, como otro fantasma que recorre el mundo, el fantasma del cambio irrefrenable de la vida, de la sociedad y del hombre.

Y esa característica, les confiere un rol forzosamente inquietante y amenazador para aquellos que optan por olvidar que la vida es precisamente eso: cambio continuo.
Lo queramos a no, el Ser de Parménides, con toda su quietud, su aparente perfección en el tiempo y en el espacio, está destinado a ahogarse triste y majestuosamente en el río de Heráclito.

Y no podría ser de otra manera; las palabras rejuvenecen con cada generación, representan el espíritu de cada época, y más que representar las épocas, las reformulan, las sugieren, las anuncian como magníficos heraldos temporales. Redefinen sus características; puntualizan sus conflictos, plantean posibles soluciones y hacen del escritor, aunque éste no se lo proponga, aunque lo niegue o lo rehúya ― él, que se piensa presuntuosamente demiurgo de las palabras ― hacen de ese escritor su instrumento y su oficiante.

Esa característica nos hace comprender por qué las mismas palabras que desde lo alto de los alminares proclaman la eterna grandeza del dios del Islam; las que celebran el amor perenne en canciones desesperadas; las que desde los foros, los capitolios o las asambleas de notables rigen, por medio de leyes y dictámenes el comportamiento social y definen las verdades oficiales con vanos sueños de futuro y de absoluto, las que sostienen los reinos, los emiratos o las repúblicas con principios que se pretenden sagrados y que proclaman la perfección de sus axiomas, son las mismas que expresan la inconformidad, la angustia o la cólera de las naciones, de los grupos o de los individuos; las que le cantan a la vida desde los pastizales de America; las que aplauden la libertad y la dignidad del hombre; las que formulan las dudas, las que manifiestan el escepticismo, las que provocan y siempre han provocado, tanto temor, tanta desconfianza y tantos escozores en los inquilinos de los salones imperiales de antes y de ahora.

Casi me atrevería, si fuera más temerario que valiente, a afirmar que las palabras hacen al escritor, como esos personajes de Pirandello que deambulan entre las candilejas y rozan los decorados en busca de un autor.

Y por eso esta noche, aquí, ahora, con este puñado de silabas en la mano, pienso en Hamlet frente a la tumba de su padre; pienso en él, porque sé que para las palabras, ser o no ser no es el problema, sino ser y no ser al mismo tiempo; y como otro Hamlet me pregunto:

¿Cuáles calaveras esconden estas palabras detrás de sus rostros maquillados?
La respuesta es evidente: detrás de sus rostros se esconden todas las calaveras, porque las promesas de una muerte que no es otra cosa sino transformación y renovación, no abandonan nunca ni al hombre, ni a las galaxias, ni a los dioses, ni a las palabras.

Y esas inflexibles promesas de tránsito y de final, tan necesarias como fatales, las podemos encontrar agazapadas detrás de los aires suaves de pausados giros de Rubén Darío, sin importarles que el hada harmonía ritme sus vuelos o que las princesas sigan tristes en sus castillos de oro y de cristal.

Porque así son las palabras de las que hablaba Stefan Mallarmé, como la vida que anuncia, con su sólo existencia su inevitable fin; como el río que corre indefectiblemente hacia el estuario que delimita su recorrido; como la luz que crea su propia e ineluctable sombra.

Y por eso los versos de Pedro Mir ― que no por ser bellos dejan de ser despiadados, "plumón de nido, nivel de luna, salud del oro, guitarra abierta…" marcan el final de un viaje de miseria y de dolor por los campos de la patria, porque como las monedas o los corazones, o como la luna, las palabras también tienen un lado no siempre visible, aunque no siempre oscuro, pero siempre presente y siempre significativo.

Y cuando Bertolt Brecht aconseja:

Alabad el árbol que desde la carroña sube jubiloso hacia el cielo
Alabad la carroña
Alabad el árbol que se la come
Pero alabad también el cielo


Lo dice, pienso, porque sabe que como el árbol, las palabras tienen sus orígenes en la tierra y sus ambiciones en el cielo y que cuando el poeta dice flor, esa flor guarda entre sus raíces motas de fango, y cuando un escritor dice hombre, pensando tal vez en la saga de la humanidad, en los prodigios de Atenas, en la odisea de los conquistadores, en el esplendor del Siglo de Oro español o en aquel ciudadano de Ohio que una vez, un veinte de julio de 1969, en un valle cubierto de polvo sideral levantó la mirada hacia el abismo y vio la Tierra flotando en el espacio… ese escritor, que dice hombre, piensa tal vez en todo eso, pero esa sencilla palabra invoca también, aunque él no lo pretenda, al pueblo, a la multitud, a la masa, a la chusma de la que hablaba Carl Sandbourg, y es así como la palabra estrella nos impulsa hacia un universo que se expande cada vez más y al hacerlo expande sus propios límites, y que la palabra princesa, a pesar de sus ruecas de plata, de sus quioscos de malaquita y de sus mantos de tisú, evoca también un mundo de desigualdades supremas y de privilegios insalvables.



Y así como en el rastro de los favoritos del talento o de la suerte, se puede seguir la pista de los desheredados del azar, de los olvidados de la historia o de los marginados del tiempo, en la palabra paz acecha la guerra, en la palabra amor duerme el olvido y en la palabra vida espera la muerte.

Ese es el sino fatal de las palabras y ese es el destino que ellas imponen inevitablemente a los escritores, quizá, repito, porque ellas también nacieron como el hombre y son, como nosotros, pequeñas cosas hechas de barro, de dolor y de esperanza.

Esas son las palabras, estoy seguro, de las que hablaba Stefan Mallarmé. Las que permiten que Sir Stephen Hawking nos cuente la Historia del Tiempo desde una silla de ruedas que lo ha llevado hasta las fronteras más distantes del universo.
Las que forman esas frases vagas y tenues suspiros con las que Rubén Darío recorre la lengua castellana en el lomo de un cisne hecho “de perfume, de armiño, de luz alba, de seda y de sueño”… Esas palabras con las un dios, crucificado hace dos mil años y que aun respira, perdonó a sus verdugos desde lo alto de una cruz…

Esos signos en los papiros que provocaron que emperadores, papas y califas demasiado seguros ― o quizá demasiado inseguros de sus verdades ― en el curso de guerras por el poder y la riqueza, redujeran a cenizas la memoria del mundo antiguo en la ciudad de Alejandría.

Esas voces con las que un marinero genovés anunciara un nuevo mundo desde lo alto de un castillo de proa…

Las palabras de los versos, las de los sueños, las de los corazones, las de los delirios de la esperanza; las que encantan, embriagan y pierden a los poetas y a los lectores.

Las que nos permiten a veces vivir en paz con el mundo, ― aunque siempre, siempre, como Antonio Machado ― en guerra con nuestras entrañas.

Las que constituyen ― y perdónenme si no me canso de repetirlo junto con Octavio Paz, ― esa otra patria, profunda, personal e irremediable que no podemos abandonar si no queremos perdernos por los caminos de la Tierra.

Esas son las palabras a las que se refería el poeta Stefan Mallarmé en aquel anochecer de otoño junto al Sena. Esas palabras que se nos parecen tanto y que como nosotros huelen a lluvia y a hojas podridas y que están hechas, como nosotros, de amarga esperanza, de temores callados, de latidos que duelen solitarios o de algunos instantes, que como los caminos de Antonio Fernández Spencer, nunca terminan de pasar.

En fin, esas palabras, que al igual que nosotros, están hechas de espera sin cesar, de espera siempre, desde el primer latido hasta el último aliento.

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