03 abril 2010

La poblada soledad de la escritura

Dibujo de James Koehnline

Cuando se habla del autor a menudo se dice “creador”; deseo precisar que no comparto esa imagen romántica del literato que en aparente soledad plasma sus escritos sobre el abismo de sus páginas ― cualquiera que sea la forma que la historia o la tecnología preste a ese abismo de piedra, madera, de papiro, de pergamino, de papel o de pixeles.

Y no creo en esa visión tradicional porque la soledad del autor es únicamente ilusoria; el escritor trabaja constantemente rodeado de cómplices y el primero de ellos es la lengua: “esa otra patria” de la que hablaba Octavio Paz. ¿Y qué otra cosa es la patria sino una comunidad de destinos no tan manifiestos, un conjunto de visiones de futuro y de sensibilidades compartidas, un gran proyecto común que se va construyendo en la duración del esfuerzo y de las ambiciones, un espacio donde definimos el presente y podemos imaginar y modelar el futuro?
¿Acaso no podemos decir lo mismo de la lengua?

Dibujo de James Koehnline_detalle

Esa lengua, a la que Borges se refería como “ese otro mar”. ¿Y qué es el mar sino la materia primigenia donde primero se formó la vida en nuestro planeta, donde se define la multiplicidad de las formas y de los contenidos, donde comienza la asombrosa diversidad de las individualidades y donde se realiza su búsqueda de luz, de supervivencia, de comprensión y de trascendencia? ¿Acaso no podemos decir lo mismo de la lengua?

Esa lengua ― en nuestro caso la Castellana ― que ya había creado al hidalgo “de los de lanza en astillero y adarga antigua” mucho antes de que Cervantes pretendiera olvidar el lugar de la Mancha en donde viviera, porque la lengua empieza a escribir los textos antes que nosotros y es, siempre, siempre, el principal coautor de todos los libros.

Además de la lengua, entre los colaboradores del autor, se cuentan las vivencias, los recuerdos; la memoria colectiva, los acontecimientos que aportan verosimilitud y soplan hálitos de vida y de esperanza en las palabras; los libros de los demás, la herencia de los escritores de antes y de ahora que nos inspiran, encausan nuestros ímpetus y proponen soluciones a obstáculos de estilo, de sintaxis, de ritmos o de continuidad; están los primeros lectores, los amigos que generosamente leen el manuscrito y les toca apreciar sus virtudes si las hubiera y los defectos que siempre abundan, sin olvidar a los lectores profesionales que saben señalar los vicios estructurales, las incompatibilidades de caracteres o de comportamientos, la falta de rigor en algunos capítulos, los descuidos imperdonables en los retratos de uno u otro personaje o las torpezas del estilo y que sugieren amablemente, pero sin complacencias, que hay que volver a la mesa y hay sacarle de nuevo punta a los lápices.
Dibujo de James Koehnline_detalle


Y es en ese momento, cuando el libro es aun un proyecto inacabado, es en ese umbral de incertidumbre, cuando el autor, indeciso entre el abandono y la terquedad, tiene la oportunidad de cumplir con su parte del trato consigo mismo, con su arte, con su parte del destino; el manuscrito está sobre la mesa y el escritor puede todavía jugar su papel esencial; para hacerlo precisa recordar que la autosatisfacción y la vanidad no son buenas consejeras, que la literatura es un asunto grave, que el drama humano y el dolor de los hombres no son simples herramientas para alcanzar la notoriedad o para pretender un cargo publico; recordar que el arte es importante y duradero porque conlleva valores con los que el escritor serio está comprometido; hablo de silencios que deben romperse, de miserias que deben mostrarse, de sueños que hay que definir, de protestas que hay que expresar, de denuncias que hay que plantear, pero también de esperanzas que deben sembrarse como el trigo en el invierno porque un día llegará la primavera y ― estas son las palabras de mi amigo y mi maestro el gran poeta y visionario Máximo Avilés Blonda
Porque habrá un día de sol para todos,
Porque habrá un día de alimentos compartidos,
De entendimiento junto al mantel, de comprensión sobre el escritorio, de cariño sobre las espadas,
De caricias sobre las piedras que vuelan,
De estrecharse las manos sobre los platos de los granos cocinados…”

El escritor nunca debe olvidar que esa pequeña cosa, aparentemente frágil y delicada, pero portentosa y llena de promesas que es el libro, ese objeto a la vez concreto y espiritual, disponible para nuestra sed de vivencias, de reflexiones y de comprensión; esa entidad dinámica, limitada en el espacio, pero preñada de posibilidades sin otros límites que los del tiempo de las sociedades; esa pequeña entidad de pensamientos y de ilusiones junto a la cual el autor es casi nada, pues el libro dejó de necesitarlo desde el momento en que salió a la luz, pues al nacer, el libro ― criatura modelada en el barro de las palabras y de las ideas ― se revela contra su creador y repite, una vez más, el drama del paraíso o quizá aquella legendaria rebelión de ángeles que tuvo lugar ― me contaron en el catecismo ― antes de que una espada de luz separara las tinieblas de las tinieblas…

Dibujo de James Koehnline_detalle

En fin, ese cuerpo hecho de materia degradable que puede conservar durante milenios las promesas de una cultura es más importante que él mismo, porque en ese mar que es la lengua y donde la literatura constituye las mareas, las profundidades, las tempestades, los alisios, las grandes corrientes oceánicas, las brumas… en ese mar, el autor es tan sólo una simple ola de carne dolorosa y breve, hecha de agua no siempre clara, hecha de cieno, de sal y de penumbras; una ola solitaria y pasajera hecha de lágrimas secretas, de preguntas sin límites y de respuestas pequeñas y que lo que cuenta, lo que siempre ha contado y contará es el libro.


Dibujo de James Koehnline_detalle

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