19 abril 2010
Bajo las arcadas
In Memoriam, a mi maestro y mi amigo Jacques Gilard
Caminé sin prisas por las callejuelas del centro, atravesé la plazoleta Charles de Gaule y entré al patio interior del antiguo palacio de los Capitouls, hoy sede del ayuntamiento republicano.
Me detuve frente a la piedra central que marca el lugar exacto en donde fuera decapitado el último Conde de Toulouse, escollo tardío para la creación de una Francia unificada bajo el cetro del rey y la complicidad de Roma. En aquel perfecto día de primavera en el que los geranios y los ladrillos se disputaban el sol de mayo, el duque de Montmorency era apenas un nombre sonoro, una fecha olvidada.
En pocos pasos había recorrido las edades, desde los vestigios de Roma bajo la sombra del torreón, hasta el espacio cubierto por la invisible red Internet que conectaba la plaza del capitolio con el resto del planeta. Entre un extremo y otro, desde la fuente del jardín hasta la penumbra de las arcadas, había hollado los lindes del reino visigodo, la prosperidad de la provincia romana, los dominios fluctuantes de los francos, el tránsito de los inspirados guerreros de Allah, la piadosa utopía de los cátaros, el despiadado catolicismo medieval, las luces y las sombras del renacimiento…
Llegué a la cafetería con algunos minutos de anticipación. Quería darme el tiempo de escudriñar los rostros de los clientes y de reconocer a mi convidado, a quien no había visto durante los últimos treinta años. Él ya estaba allí. Vi su mano moverse por encima de los cabezas, luego su sonrisa espontánea. Nos saludamos con pudorosa efusión. Yo ya no era aquel muchacho un tanto travieso que tomaba notas desde el fondo de la clase; el joven bohemio que fumaba demasiado y recitaba a Darío y a Verlaine mientras tomaba cervezas en la plaza Esquirol; ahora, era como él, porque llega un momento en que todos los hombres alcanzamos la misma edad. Aun así lo traté de usted como siempre había hecho.
Parecía más alto que la imagen que de él había conservado; quizá los pocos kilos que había ganado le hacían parecer más alto. Con el paso del tiempo, desde mi lejanía, su figura se había vuelto borrosa pero más y más familiar como si la nostalgia tratara de compensar las carencias de la memoria. En el curso de la conversación hablamos de literatura; de Paz, de Fuentes, de Avilés Blonda, de su amplio ensayo sobre García Márquez, de la literatura colombiana y caribeña, de la lenta e inexorable metamorfosis del mundo. Su voz era clara, sus frases precisas, sus juicios agudos, como siempre; sus ojos, sin embargo, Amado Nervo los hubiera calificado de pensativos.
Al abordar el tema de sus nuevos estudiantes noté cierta desazón en su rostro, como alguien que mira una generación con cauteloso desaliento. En algún momento me dijo:
― Entonces, era diferente…
Supuse que se refería a las clases de los años setenta, cuando yo era su alumno y él mi profesor; cuando Tormod Brekke reía a carcajadas por las calles de Toulouse con su pipa de espuma de mar como otro Hans Christian Andersen barbudo y silvestre; cuando Carlos Vásquez embrujaba la tarde con su guitarra mágica junto a una ventana de la rue Matabiau donde el sol nunca penetraba; cuando Emmanuel Esquea Guerrero le enseñaba dominicanismos a un emigrante de las Islas Canarias mientras tomaba café en la misma esquina de la rue du Taur donde siete siglos atrás San Saturnino fuera martirizado; cuando Ramón García disfrutaba la vida con desbordante entusiasmo sin sospechar que la muerte le llamaría antes que a todos nosotros; cuando la amenaza de una guerra nuclear era cotidiana y aquel posible fin de la Historia, aquella fragilidad de la civilización volvía la vida más valiosa y las horas más embriagantes; cuando todos creíamos en los sueños y el cinismo la realpolitik no había triunfado aún sobre la utopía; cuando desde un aula de la universidad de Mirail, cada semana dábamos un salto temporal para recorrer junto al general Juan Artemio Cruz los resecos caminos de México y compartir con él, por unos instantes, su vida, su pasión, su muerte y el amargo destino de su pueblo.
Le puse al tanto de mis proyectos y creí descubrir cierto brillo en su mirada. Me informó de algunos de sus planes, vagos aún: editar un libro de cuentos de jóvenes autores dominicanos y otro de cuentistas colombianos. Deseaba recibir material inédito y requirió mi cooperación. Tendría tiempo de sobra luego de su jubilación, me informó, y por alguna razón sentí cierta tristeza en su voz.
Afuera, el cielo se había nublado. En la mesa contigua, una joven tarareaba una melodía de Brubeck mientras tecleaba sobre un pequeño ordenador; el camarero iba y venía con un lector inalámbrico de tarjetas de crédito; los tres ocupantes de otra mesa hablaban al mismo tiempo por sus teléfonos celulares sin prestarse atención unos a otros.
El mundo había cambiado; el hombre había cambiado. Las predicciones de Popper se habían realizado y el inmenso imperio soviético, que no había podido crear una sociedad abierta, había muerto de anorexia espiritual; don dinero era un caballero más poderoso que nunca; el futuro había invadido el presente con infinidad de invenciones más o menos fútiles. Harry Potter tenía más admiradores que Nelson Mandela. La violencia del fútbol remplazaba poco a poco el fervor de las ideologías. Los proletarios habían desaparecido de la faz de la tierra y un nuevo nihilismo con promesas de piadosas cadenas ofrecía, a golpe de amenazas y de explosivos, la intransigencia integrista como única alternativa de la libertad.
Aún teníamos mucho de qué hablar, pero había llegado la hora de decirnos adiós. Nos dimos un silencioso apretón de manos. Jacques Gilard se dirigió hacia la puerta y mientras los espejos de la pared repetían su partida me pareció ver, junto a su reflejo, en una súbita revelación temporal, los vestigios de un mundo de ayer que se alejaba, que se alejaba…
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