10 noviembre 2009
La noche del Agüé
Aprovecho la oportunidad para recordarles que el jueves 12 de noviembre en el Teatro Guloya, a la siete de la noche, están todos invitados al brindis de presentación de la novela: “El día de todos.” Muchas gracias,
Juan Carlos Mieses
Alguien cantaba en la parte trasera del autobús. Jeannot sabía, sin necesidad de echar una ojeada, que se trataba de un anciano. Imaginaba su cuerpo ajado, su mirada desgastada, su mano temblorosa.
Jeannot conocía la vejez, ese animal invisible que devora la gente a pedazos, le muerde la espalda, la cintura, los brazos; sube hasta los oídos, oscureciéndolos; regresa al vientre y endurece las entrañas; trepa hasta la cabeza para robarse los nombres de las personas, el recuerdo de las cosas y de los lugares; reseca la voz, los ojos; dobla el espinazo, pudre los dientes uno a uno y al final deja un olor agrio en la piel y unos ojos velados que únicamente logran ver hacia adentro.
El viejo cantaba un antiguo refrán guedé.
Probablemente Jeannot lo conocía; había rezado y cantado con mucha gente en esos días en el campamento de verano al Norte de Santo Domingo. Hombres, mujeres, ancianos. Antes eran simples desconocidos, ahora eran sus hermanos y venían junto a él en el autobús. Algunos rezaban en voz baja. Otros callaban o miraban hacia el mar, la mancha oscura más allá de los cocoteros.
Antes de abordar el autobús oraron juntos, comieron frutas, tomaron agua bendita, limpiaron sus almas y sus cuerpos, vistieron sus ropas nuevas. Los hombres, camisas blancas, corbatas de colores alegres y pantalones negros. Las mujeres, vestidos de flores, blusas claras, mantillas y rosarios.
Tenían una cita con la Señora.
Debería estar contento, agradecido de estar entre los elegidos, pero no estaba seguro de lo que sentía. Quizás era miedo. Nunca se consideró valiente. Deseó, como tantas veces durante su infancia, refugiarse entre los brazos huesudos del abuelo, consolarse en sus palabras olorosas a jagua fermentada y a tabaco; escucharle decir:
Hasta los valientes sienten miedo.
El viejo del autobús, que tenía la misma voz quebrada del abuelo, había dejado de cantar. Ya no se veía el mar; sólo los faros de los autos. Un olor a tierra mojada entró en el autobús. Había empezado a llover. La gente que antes rezaba estaba ahora en silencio. Le dieron ganas de voltearse para mirar, pero no quería que los demás vieran sus ojos; tenía demasiados secretos escondidos en la cabeza y los ojos eran una puerta abierta hacia la intimidad.
No precisaba mirar para saber que nadie dormía. Iban juntos, separados por grandes muros invisibles, cada uno de ellos dentro de los límites de una vida que disfrutaban por última vez. Probablemente sabían, como él, que iban a morir, aunque nadie lo había mencionado. Las certidumbres no necesitaban ser recordadas con palabras.
Jeannot buscó el tambor que había colocado bajo el asiento y lo rodeó con sus brazos. Pasó el resto del viaje en esa posición, con los ojos cerrados para hacer creer que dormía mientras escuchaba el tamborileo de la llovizna contra los cristales y el siseo del viento que se colaba por los resquicios de las ventanillas...
Párrafos escogidos de la novela: “El día de todos”
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bellísimo tu blog con tu arte de palabras te sigo me has gustado lo mejor para vos hoy y siempre
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