21 agosto 2009
Bandung
Para Dionis Rufino y Julissa Rivera
En medio de las inmensas plantaciones de té que reverdecen las laderas, calientes arroyos de azufre corren entre las rocas del monte Tangkuban Prahu. Su cráter abierto y humeante me recuerda la vitalidad del planeta y el humor de los antiguos dioses de Java. Su última erupción causó centenares de víctimas mortales, aun así, Bandung está orgullosa de sus volcanes. Estos heraldos de poderosas criaturas que el velo del Islam no ha logrado abolir, son los responsables de los ciclos de destrucción y de renacimiento que cada cierto tiempo ocurren en la zona. Algunos los veneran como a dioses, otros como a demonios, pero todos los respetan porque simbolizan la cotidiana recreación del mundo, la escena donde el bien y el mal, la fertilidad y la destrucción, la vida y la muerte se enfrentan en un eterno conflicto.
Para de entrar a la ciudad atravieso en respetuoso silencio el cementerio de las cometas en medio de colinas ondulantes como las del Seybo lejano: los mismos glacis de un verde requemado, las mismas redondeadas rocas en la sabana, como oscuros lomos de dormidos dinosaurios. Inertes sobre los árboles, sobre el suelo, un número sorprendente de chichiguas yacen muertas, solitarias o entrelazadas por decenas, por centenares.
Bajo el implacable verano, sus papeles encerados lucen destrozados; sus colores se han desvanecido, sus madejas, podridas por la lluvia, sus colas de tela han sido desgarradas por el mismo viento que una vez les permitió azotar las nubes. La pasión de los niños de Bandung por las chichiguas es una extraña historia de complicidad entre el cielo y la tierra. Como los elefantes de la jungla de Tarzán, en esta ciudad de Java, las chichiguas se van ― en banda ― a morir a un mismo sitio.
Más allá del curioso cementero se extienden las inmensas plantaciones de té. Sus amplias terrazas, en ligero declive, están delimitadas por hileras de buganvillas con sus flores de papel crepé eternamente violetas que tiñen de matices pasteles la campiña.
El el campo, el verde de los arrozales apenas sobrevive en los lugares en donde los arroyos han soportado los mortales caprichos de la intemperie. En la ciudad las casas son enormes, los jardines pequeños, las calles sombreadas. El juego del sol a través de las ramas de los árboles me hace pensar en otro pueblo, en otra isla, en otros tiempos.
Bandung es conocida por sus bellas marionetas de madera para el teatro de Wayang Golek y las de cuero para el teatro de sombras. Cada día, en los teatros de los hombres, de las marionetas y de las sombras, al ritmo embrujador de la música de gamelán y de su lluvia de cristales, se recrean las antiguas fábulas perennemente actuales bajo la mirada atenta de niños y adultos.
Entrar en una de sus tiendas es entrar en los dominios del Ramayana con sus reinos en eterno conflicto que han agotado la sed de historias de Indonesia por más de un milenio, pero para mí significa, naturalmente, penetrar al mundo mágico de Julissa Rivera y un extraño entusiasmo con olor a salitre caribeño, a brumas teatrales, me embarga en medio de esos principitos de madera y de tiempo que tan sólo esperan una mano y una voz que les permita vivir por unos instantes.
Bandung, Indonesia, 1997.
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Dicen que una imagen vale más de mil palabras pero dudo mucho que la imagen de este cementerio de chichiguas o de las plantaciones de té puedan expresarse mejor con una fotografía o una pintura que la descripción que haces, mejor dicho que pintas Juan Carlos, con palabras precisas, cargadas de emoción y encanto.
ResponderEliminarAseguro que a partir de hoy, pasarle por el lado a un cementerio de chichiguas o de cualquier tipo o ver otro campo de arroz va a despertar en mí emociones distintas o al menos emociones que de otro modo hubieran pasado inadvertidas de no haber leído este trocito de Bandung...