Eduardo Sánchez en Jakarta
En esos días estaba colaborando con D, una joven lingüista de la Universidad Estatal Jaya, en vista de la realización de una base de datos en torno a las lenguas súper minoritarias de Indonesia, es decir las habladas por menos de trecientas personas, unas cuantas entre las doscientas setenta y ocho conocidas en el archipiélago.
Me intrigó en particular el caso de un hombre de una de las islas Molucas y que era el último parlante de su lengua, un idioma del grupo melanesio y que coincidencialmente vivía en Jakarta. Manifesté mi interés en conocerlo y acordamos reunirnos esa misma semana con ese fin.
Dos días después D pasó a buscarme para la cita, nos dirigimos hacia el centro, dejamos el vehículo cerca del centro y subimos una pasarela sobre la Avenida Melawi. D se detuvo frente a un anciano que tocaba un Hasapi ― especie de laúd de dos cuerdas ― y cantaba una melancólica melodía.
El hombre debía tener unos setenta y cinco años. Sus largos cabellos blancos le cubrían parte de la cara. D me explicó que el anciano pasaba el día en la pasarela cantando la misma tonada una y otra vez, siempre con ligeras variaciones, en una lengua cuyo nombre ahora no recuerdo, y que solo él era capaz de hablar y de entender.
Yo apenas si escuchaba las explicaciones de D pues me había quedado como petrificado al descubrir el rostro de aquel hombre, que no era otro que el del hermano de mi madre, mi propio tío Eduardo Sánchez.
Recuerdo haber desviado la vista por un instante y haber observado el atardecer que teñía de colores pasteles el cielo de Jakarta en una cacofonía cromática semejante a la que subía en forma de ruidos de la frecuentada avenida bajo nuestros pies.
El hombre se veía triste y cansado y pensé que al igual que a mí tío de Mata de Palma, esta ciudad ― ninguna ciudad ― podría traerle clase alguna de felicidad. A partir de esa tarde tomé la costumbre de ir a oírle cantar en su lengua secreta sin saber de lo que hablaba; en mi mente yo inventaba las palabras de su canción.
Un día, ya había pasado un mes desde el primer encuentro, encontré el sitio vacío. Volví varias veces, pero sin éxito. Dejé de buscarlo el día en que recibí un fax de Santo Domingo: me anunciaba la muerte de mi tío, un hombre que conocía el lenguaje secreto de los animales y que murió lejos de su paraíso personal, llamado Mata de Palma, que él tanto amaba.
Juan Carlos,
ResponderEliminarEsto está exquisito!