Marídalia Hernández en Jakarta
Cuando niño alguien me habló una vez de un planeta que existía al otro lado del universo y que tenía la particularidad de ser una copia precisa de nuestro mundo en todos sus detalles. Es decir que allí cada uno de nosotros tenía su exacto doble, una imagen de carne y hueso como del otro lado de un espejo existencial. Tal vez por eso, al ver los cocotales al borde de la pista de de Dempasar, en Bali, pensé en los cocotales del aeropuerto Las Américas que había dejado atrás dos días antes y la palabra Némesis, que era como se llamaba aquel planeta, salió desde aquel rincón en la vieja casona de de mis once años en donde había permanecida en estado de suspensión.
Como la analogía era evidente entre el otro lado del universo y el otro lado del planeta, que era donde me encontraba entonces, comenté con E, en tono de broma, la posibilidad de encontrar, a semejanza de los cocotales balineses, las mismas personas que había dejado atrás como si el mundo fuera una especie de galería de espejos. Después de eso, naturalmente, la conversación giró y se diluyó en otros temas.
Olvidé la conversación hasta que varios meses después me encontré con María Castillo en Taman Anggrek, un superlujoso centro comercial. Salió, aparentemente andaba de compras, de las tiendas Mark y Spencer junto a un par de damas de innegable origen chino mucho mayores que ella. Reconocí su sombrero negro parecido al que usan los duendes, su sonrisa traviesa en la punta de los labios sensuales, el brillo de de sus grandes ojos negros donde nunca se apaga una mirada inteligente. La seguí por los pasillos sin hacerme notar. La vi tomar las escaleras mecánicas y entrar en una tienda de esas que solo venden cosas completamente superfluas y absolutamente deliciosas y la observé comprar un paquete de té verde de Sri Lanka y unos bocadillos italianos. Pasó a mi lado, me miró sin verme y... no me reconoció.
Seguí con la mirada la bufanda de un rosa carmín que le colgaba de la espalda mientras se alejaba con sus amigotas. En seguida me dije que era imposible, que María está en Santo Domingo, que estaba viendo visiones. Y sin embargo... Me consolé pensando en Galileo, mientras apuraba una cerveza.
Olvidé el incidente hasta que unas semanas después me encontré con Maridalia. Me dirigía a Kemchiks, una tienda de abastos de productos importados, y en el camino la vi subir, a Maridalia Hernández, si señor, en un minibús destartalado, lo que en Jakarta es, lo juro, un pleonasmo. Los hombres, que en Jakarta generalmente no se dignan voltease para admirar la anatomía femenina, se quedaron mirando sus amplias asentaderas en forma apreciativa. Ella sonrió y de repente su sonrisa trajo como un ventarrón de frescura y una plácida luz a mi alrededor como sucede siempre con la Maridalia que conozco, aunque no cante, aunque no hable. Ella tampoco me reconoció. La vi bajar en Menteng, un pequeño barrio europeo al sur de Jakarta. En el momento en que bajaba su risa llegó a mis oídos. Me pareció verla mirar en mi dirección mientras se alejaba tarareando en voz alta una alegre melodía de jazz.
Después de eso no tuve más encuentros y me convencí de que eran puras ilusiones mías, producto de la nostalgia, de cierta forma de soledad, de mi alejamiento de las cosas y las personas que apreciaba.
Espere la semana próxima la segunda parte.
Juan Carlos, qué deliciosa está esa entrada... Estoy loca por leer el plato fuerte!
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Besos,
Sophie