26 julio 2009
Memoria de Manuel Llanes
Aprendamos a sonreír sin la máscara fácil,
A sollozar sin ella,
A quedarnos en lo esencial de lo que somos:
Polvo sin nombre o polvo de un recuerdo.
--------------Manuel Llanes
Ese paisaje desdibujado en la humedad es la isla de Java.
Has llegado a Jakarta en medio de la niebla y no sabes la hora y además no te importa: tampoco sabes que día es y sólo tienes una vaga idea de donde estás.
Poco a poco, después de mirar el mapa muchas veces, después de situar la línea del Ecuador ― que en realidad es un círculo ―, después de comprobar la posición de la línea internacional del cambio de fecha y de hacer muchos cálculos en un cuaderno, el mundo parece reintegrarse en algo más o menos familiar, sólo que al otro día te despierta el muecín para llamarte a la plegaria desde lo alto de un alminar sin importarle que seas cristiano, ateo o musulmán, para decirte antes de que comience el día, a ti y a los veinte millones de personas que pueblan esta ciudad desmesurada, que Allah es grande y que nada es más grande que Allah.
Una vez despierto es en vano que tratas de ver el amanecer, como luego será inútil acechar la puesta del sol o admirar las estrellas durante la noche; en septiembre Jakarta no tiene horizonte y sólo una estrella logra vencer el infame manto de la niebla.
En algún momento sales a conocer la ciudad y descubres asombrado que en Indonesia todo el mundo camina como el poeta Manuel Llanes, con ese paso lento y a la vez entusiasta de quien no le importa llegar a parte alguna como si el placer de caminar fuera más importante que una probable meta. En el centro, todos parecen tener la misma edad; los niños y los ancianos han desaparecido en alguna extraña desconocida.
No conoces a nadie pero extrañamente no te sientes sólo. No te importa ser un extraño en esta metrópolis tentacular. No te apenará no encontrar a nadie conocido, precisamente porque no conoces a nadie. Sabes que la soledad es una enfermedad del corazón y no un asunto de aislamiento.
Por los amplios ventanales observas las frágiles casuchas de los desheredados de la riqueza ― como si todos los pobres del mundo vivieran en el mismo sitio ― entre canales repletos de inmundicias. En el quinto piso de Taman Anggrek, un centro comercial que parece haber sido transplantado desde siglo veintiuno por error y donde has entrado en busca de un poco de sombra y de frescor, los adolescentes patinan sobre el hielo.
Afuera los dos millones de desempleados de las últimas semanas deambulan por las calles o se agachan al borde de las aceras a fumar cigarrillos perfumados con clavo dulce mientras callan juntos y escupen pródigamente sin exceso de entusiasmo. Las muchachas pasan a su lado pero ellos no las miran. Luego descubres, que como el poeta Llanes, los hombres prefieren los refrescos de frambuesa y, como él, sólo se beben el color.
En la avenida Sudirman las mujeres te miran con ojos de cordero degollado mientras se desplazan como libélulas en las aceras y recuerdas al lejano poeta Llanes que, después de haber dejado caer al suelo un vaso de refresco en la cafetería Jai Alai de la calle El Conde, no sin antes haber pedido permiso a los presentes, había confesado:
Yo nunca había roto nada.
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