Remembranza de un abuelo
¿Quién fue el padre del padre de mi padre? ¿Quién fue aquel negro que vino desnudo y encadenado en el vientre de un barco? Sólo sé que al llegar le marcaron la mejilla con un hierro candente, le colocaron una herramienta en las manos y le pusieron el nombre del amo blanco que lo había comprado.
El Día de Todos
Hubo una vez, en África, un hombre llamado Ngoene. Se acercaba el inicio de la temporada de lluvias y como necesitaba miel para preparar una bebida ceremonial se dirigió hacia el bosque que crecía a orillas de la aldea. La tarde parecía irreal. Nada se movía ni en la tierra ni en el cielo, ni las hojas de los árboles, ni la manada de antílopes a lo lejos, ni las nubes. Sólo el vuelo lejano de un pájaro de carroña, alto en el cielo, rompía la monotonía del mundo.
Cuando bajaba de un árbol con un recipiente lleno del dulce brebaje lo atraparon los guerreros de una tribu vecina Sus captores ocupaban el valle del otro lado de la colina. No fue nada personal. Una simple cuestión de negocios. Un asunto de orgullo y de poder.
A Ngoene lo ataron por el cuello junto a otros prisioneros y le hicieron recorrer una gran distancia, más grande que todo lo que había caminando hasta entonces. Al final de un camino que terminaba en la orilla del mar lo metieron en un corral. Poco después lo echaron en la barriga de una enorme embarcación y lo encadenaron en la penumbra pestilente. Ngoene vomitó días y noches enteras. Creyó que moriría, pero sobrevivió. En algún momento lo llevaron al exterior, le limpiaron con agua de mar el cuerpo cubierto de inmundicias y le permitieron secarse al sol y a la brisa. Unos pelícanos se habían posado sobre los palos; el aroma del bosque anunciaba la proximidad de la tierra. Fue uno de sus raros momentos felices.
Al día siguiente lo bajaron a una costa desconocida, le marcaron el rostro con un hierro candente, le pusieron una herramienta en las manos y lo empujaron a la oscuridad de una mina en busca de oro. Muchos de sus compañeros perecieron, pero él sobrevivió; otra vez.
Una eternidad más tarde lo llevaron al campo porque en las minas no había nada que valiera la pena. En una extraña ceremonia le dieron un nuevo hombre. A partir de ese momento se llamaría Juan; un buen nombre cristiano, le comentó una mujer que entendía la lengua de los hombres blancos.
Cuando murió, el amo, que afirmaba que los negros no necesitaban cruces ni ceremonias para ir al infierno, ordenó enterrarlo en un hoyo cualquiera, en el cementerio de los esclavos. Esa noche, sin embargo, alguien cantó calladamente sobre su tumba. Ngoene, que había convivido con el sufrimiento, conoció en ocasiones la dicha junto a una negra generosa. Fue así como dejó una familia.
Hoy nadie recuerda su nombre. Nadie sabe donde lo enterraron.
Los hijos de los hijos de los hijos de Ngoene siguieron siendo la propiedad de otro por varios siglos. Un día, en una época del futuro menos opresora, sus últimos descendientes tuvieron que echar mano del apellido del antiguo dueño porque necesitaban uno para inscribirse en los registros de la recién inaugurada república, en donde, según algunos, ellos tendrían los mismos derechos que el amo, que por cierto ya no era su amo sino su patrón. El nombre no les pertenecía realmente, pero no tenían otro; la memoria del pasado había sido enterrada junto al cuerpo anónimo de Ngoene.
¿Por qué nos resulta a veces tan difícil recordar a ese abuelo? Si miramos bien, todo tiende a recordárnoslo y ni hablar de los espejos.
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