A Martha, mi abuela, in memoriam
¿Y yo, quién soy? Preguntó. No encontré ningún Bouchard en Senegal, ni en Gambia, ni en Guinea, ni en las ruinas de Gorée. ¿Quién fue el padre del padre de mi padre?
El Día de Todos
En aquella hermosa tarde de abril, don Juan, afable habitante de la ciudad de Salcedo, se encontraba delante de su casa, protegido de los azares del mundo exterior, a su afable entender, por la cerca de palos que bordeaba su pequeña huerta. Del otro lado se hallaba un joven, miembro de una congregación cristiana. El visitante trataba de convencerlo con un entusiasmo digno de un vendedor de autos de las ventajas del paraíso una vez pasado el desagradable umbral de la muerte y le recordaba que a partir de ese momento infortunado, pero inevitable, la vida, desembarazada ya de su carga material, se volvía inmortal.
Poco sensible a las promesas de la muerte, pero de una cortesía irreprochable, don Juan escuchaba a medias las palabras del elocuente predicador, sin cohibirse de rememorar, por una razón inexplicable, los últimos días de Doctor Livingston en las selvas ecuatoriales de África. Había consentido en escuchar al jovencito, pero ya habían pasado más de diez minutos y era hora de buscar un pretexto, no demasiado rudo, para desembarazarse de él. Antes de tomar tal decisión le echó una última mirada al recaudador de almas.
Sus zapatos, su pantalón y su estrecha corbata eran negros; la camisa, sobre una camiseta sin mangas, blanca.
Este joven es maniqueo, concluyó apenado antes de continuar su inspección.
Las manos eran largas, los dedos huesudos, el cuello fino como el de una muchacha, la piel oscura, la frente protuberante y la cabeza tenía una curiosa forma cónica.
Al llegar a ese punto don Juan sufrió una singular experiencia: de pronto le pareció ver la imagen de Clark Gable superpuesta a la del muchacho. El fenómeno que duró apenas unos segundos fue sobrecogedor, pero no le impidió intuir que un rasgo de la cabeza del predicador era lo que había desencadenado aquel fenómeno de misticismo cinematográfico: el pelo crespo, cortado casi al ras, se encontraba dividido nítidamente en dos partes desiguales por una raya tan perfecta que parecía hecha con una regla de ingeniero. Esa línea en el cuero cabelludo insinuaba, sin duda, la existencia de una larga y rebelde melena que por alguna incomprensible razón era invisible a sus ojos.
¿Puedo ver su cédula? Le preguntó al visitante.
El otro que no esperaba tan inusual requerimiento trató de no mostrarse sorprendido, una técnica aprendida probablemente en algún cursillo de proselitismo celestial, y se la mostró no sin cierta desconfianza. Don Juan le echó una rápida ojeada, devolvió el documento a su propietario y se alejó sin despedirse, rompiendo así su legendaria tradición de civilidad.
Acababa de modificarse, en su interior, la sosegada visión de la sociedad que había conservado desde la infancia. El joven evangelista tenía el aspecto, bajo todos los ángulos que se quisiera considerar, de un hombre negro; sin embargo la cédula, en la parte que definía el color de la piel, no lo confirmaba así. Por primera vez en su larga vida don Juan dudó de su cordura.
¿Era la vejez? ¿Sufría acaso una alucinación? ¿Estaba viendo negros donde no existían? Sólo había una manera de comprobarlo, se dijo, y de inmediato salió a buscar uno por las calles de la tranquila y hermosa localidad del Cibao.
A pesar de sus esfuerzos no dio con ninguno. Encontró morenos, indios, café con leche y sin leche, morenitos, mestizos, tostados, bronceados, quemados, indiecitos oscuros, claros, canela, mulatos, requemados, desteñidos, marroncitos, jabados, quemaditos, trigueños, oscurito y algunos prietos, pero negros… ninguno.
Negros, los haitianos, compadre, le informó en una esquina un dulcero ambulante.
Don Juan regresó a casa un tanto asustado, pero no por eso se dio por vencido.
En las páginas de una vieja enciclopedia tuvo mejor suerte. En nuestro pasado republicano encontró unos cuantos; entre ellos un celebrado tirano de quien un escritor colombiano de particular mala fama, muy leído sin embargo en la intimidad de las bibliotecas y a menudo imitado, decía que pertenecía a la historia… pero a la historia natural.
A un ilustre general restaurador y a otros menos insignes.
Al hijo de un esclavo que después de su muerte fue incluido en la trilogía de los héroes y que por obra y gracia de un curioso procerismo criollo con virtudes raciales es cada vez más blanco, tal como le pasó al retrato del único presidente negro de Colombia, el olvidado Juan José Nieto Gil.
Satisfecho, cansado y tal vez agobiado por el calor, don Juan decidió tomar una ducha. Al terminar se contempló en el espejo y grande fue su sorpresa al descubrir, del otro lado del cristal, a un negro escondido dentro de su imagen. El hombre lo miraba con ojos tristes y una sonrisa burlona. Había algo en él que lo hacía terriblemente familiar y no le fue difícil, una vez repuesto de la sorpresa, descubrir su identidad. Aquel hombre era, en parte, su padre, su bisabuelo, su tatarabuelo y era, también en parte, él mismo.
Al terminar de contarme aquella experiencia, pocos días antes de morir, mi abuelo me confesó:
Mijo, nunca pensé que los espejos tuvieran tan buena memoria.
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Hola Juan Carlos! Que alegría encontrarte por aquí. Felicitaciones, sigue cosechando éxitos con tus ricos escritos. Un fuerte abrazo,
ResponderEliminarJudith García
Preciosos textos. Felicidades
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