12 mayo 2009

Rodin, el Padre de los Faunos

Retrato

Collage con palabras de Rodin y de Carlos Vásquez-Zawadzki



Solo hay una belleza: la de la verdad que se revela
Auguste Rodin

El sol del atardecer lanza reflejos rojizos sobre las nubes. Es primavera. Una cría de patos recién nacidos nada en el río Mau, a pocos pasos. Las cigüeñas alimentan aun sus pequeños en la cima de los tilos. Sostengo entre mis manos la biografía de Auguste Rodin escrita por el escritor colombiano Carlos Vásquez-Zawadzki. Desvío la mirada del río, de los patos, de los tilos; abro el libro y leo…

En algún momento levanto los ojos y constato que estoy en mi estudio, en Meudon. Es el invierno. Afuera, el día despierta laboriosamente; un grupo de cuervos grazna en el jardín abandonado. Una tenue claridad entra por la ventana lateral e ilumina las formas de piedra de la mujer que amo, Rosa, Ivette, Camille, la duquesa de Choiseul, tantas otras… A cada una las amé, las amo. En ellas he encontrado el amor. En el amor, he abrazado la vida.

Me veo a mi mismo desde la inmensidad del tiempo.
He desnudado el mármol con mis manos a golpe de caricias. He descubierto la belleza de la mujer en una, en otras. He revelado con mis manos la pasión a golpe de buriles. He acercado mi rostro a las estatuas y he sentido el aliento de sus labios, tan tibios como los de mis amantes. He sentido el bronce respirar sobre mis dedos como una Eva nacida fuera del Edén en un París que es promesa de dulces pecado, de amables tentaciones.

Abandono la sala de trabajo y salgo a dar un paseo hasta el Sena que tirita no lejos de la casa. Junto a mí, camina el niño que fui, que sigo siendo.
Nací en la rue de l’Arbalète, en el barrio Mouffetard. Me escapaba de la escuela. No comprendía nada. Estudiaba con placer las hojas, los árboles, la arquitectura, me dice la criatura, desde el pasado.



Sí, lo recuerdo. He aprendido la escultura en los bosques, mirando los árboles; en las carreteras, observando la construcción de las nubes; en el taller frente a mis modelos; en raras visiones de éxtasis como aquella vez frente a La Pietá iluminada por un candelabro de plata; un joven monaguillo había soplado sobre la llama y como un duende de la muerte había extinguido la vida. He aprendido en todas partes salvo en la escuela. La naturaleza ha sido mi maestro. He descubierto que sólo hay una belleza: la de la verdad que se revela; que lo feo en el arte es lo falso, lo artificial, lo que intenta ser bonito o bello en lugar de ser expresivo, lo rebuscado y afectado, lo que sonríe sin motivo, lo que se amanera sin razón, lo que se tuerce y se acomoda sin causa, lo que carece de alma y de verdad, lo que sea tan solo alarde de belleza o de gracia, lo que mienta.

Quise ir a la guerra y no me lo permitieron. Eres miope, me dijeron. Yo, que podía ver la muerte, no era apto para matar. Yo, que modelé la puerta del infiero y pude entrar a un mundo de la sexualidad y la muerte, lujuriante como un bosque sombrío, no estaba capacitado para morir las trincheras; yo, que podía hacer vibrar al bronce antiguo y arrancarle quejas humanas, no podía ir al frente de batalla y escuchar los gemidos de agonía de una generación ofrendada al poder y a la vanidad de las élites.

Durante la guerra, mientras otros morían en el frente yo seguía amando la vida a través de Rosa en mi casa cerca del Sena. Antes, en las noches, colocaba las llamas sobre los mármoles porque sabía que el fuego era mi guía y me ayudaba a esculpir la luz y la sombra, a plasmar la vida, esa maravilla.
Ahora mis manos están cansadas.
Como yo, viven el en pasado.
Hace frío. El Sena parece llorar bajo la helada llovizna. Retazos de niebla desdibujan el monte Valeriano, a lo lejos. Las parcas me esperan en casa; la sala se ha vuelto más gris que el viento que muerde mis helados labios.
Más allá de mi jardín el mundo agoniza. Adivino el final y no tengo miedo.
He hecho mi oficio de hombre.



Cierro el libro. Meudon ha desaparecido. El taller. El jardín. Las estatuas. He vuelto a mi presente. Veo los patos, un poco más lejos. Un paseante les lanza migajas de pan. Bajo la vista hacia el libro y examino la portada:
Augusto Rodin. Pensar con las manos.

El libro de Carlos Vásquez-Zawadzki ha abierto una puerta hacia otro tiempo, hacia otra vida. Con cautela, termino de leer las páginas que narran los últimos momentos del hombre. Tres parcas le acompañaban a esa hora tardía, un poco antes del alba cuando la muerte ha cerrado los ojos de artista, del hombre que descubría la belleza en el cuerpo, en la piedra, en el bronce. Le han enterrado en el jardín, en Meudon. El Pensador junto a su tumba vela su silencio. Dante protege sus sueños.

¿Que puerta de eternidad esculpe en este instante el padre de los faunos en la Villa de Brillantes, con sus dedos de sombra?

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