Con el perdón de los distinguidos miembros de la prensa, creo que el discurso del General Soto Jiménez en ocasión de su ingreso a la Academia Dominicana de la Lengua, discurso caracterizado por la agudeza de sus juicios y por un atrevido e inusual despliegue de dominicanismos, merece más que los tontos y superficiales comentarios que en torno a su dedicatoria encontramos en los motores de búsqueda de la Red. Y como es mejor una muestra -aunque se trate de un botón- que una paráfrasis, me permito reproducir la parte de la introducción en donde el escritor Soto Jiménez plantea las interrogantes que buscará responder más tarde en su valiente discurso. Les deseo a todos una buena lectura.
Juan Carlos Mieses
INTRODUCCIÓN (Extractos)
¿Qué rasgos específicos conforman el perfil de un pueblo? ¿Cuales son los elementos que integran su temperamento? ¿Cuales son los componentes de esa manera de ser que nos singulariza, la que muchos niegan con menosprecio, pero que nos delata el alma y el accionar cotidiano en cualquier lugar o circunstancia?
Estoy convencido que el asunto no es de apariencia, de rasgos físicos, de señas particulares o de pormenores biométricos. Otros elementos son los esenciales. En su diversidad, el dominicano “aquí o allá”, no importa su formación, ubicación en el sociolecto o idiolecto en que se encuentre, tiene una manera particular de enfrentar la vida, de reaccionar ante los estímulos del ambiente y formas propias de socializar, perfilando una conducta nacional que nos identifica.
¿Cuáles son las aristas de nuestra idiosincrasia? ¿Los factores determinantes de nuestra naturaleza colectiva? Saberlo, más que ejercicio intelectivo diletante, nos sirve para descubrir nuestra síntesis como pueblo. Es una búsqueda que nos depara la dicha de “aquellos que conocen la causa de las cosas” y nos sirve además para racionalizar lo que somos, desechando aproximaciones ligeras que contribuyen a nuestra falta de fe en los destinos nacionales.
¿Cuáles son los ingredientes que componen la pócima de la nacionalidad? ¿Eso, lo que por encima de la famosa globalización, nos distinguen de las demás naciones? Lo que va más allá de las semejanzas que tenemos con los pueblos de America, esos rasgos jalonados por la geografía, la raza, las costumbres, el idioma. Historia común, perfil que trasciende en la comparación y en el fenómeno de la percepción circunstancial.
¿Cuales son los elementos que integran la llamada identidad? O lo que es lo mismo, la ruta de un comportamiento que desentraña nuestra historia, venciendo la diferencia entre las calendas y decodificando nuestros pretendidos enigmas. Sea lo que sea, eso que se define en termos de contabilidad en grupos humanos con la misma historia, con la raigambre espacial del territorio, como ha dicho Federico Henríquez Gratereaux: “persistente y mutante”.
Y ahí esta precisamente su fortaleza. Yo no creo que para buscar el elemento predominante del temperamento nacional, los factores fundamentales a conjugar sean la raza, la geografía o la economía, sugerencias tantas repetidas. Los estudios etnográficos con sus mas celebres aberraciones y virtudes, han tenido que modificar sus máximas a la luz de las nuevas realidades.
La pretendida “pureza de la raza” ya no es garantía de ninguna superioridad ni concede ventajas. Tampoco puede predeterminar ninguna característica política en particular. El hombre es el hombre donde quiera, sin importar su raza, porque responde a los mismos estimulas y necesidades psicosociales. La construcción del tejido social es cada vez menos sensible a estos viejos argumentos, y se reproduce en esquemas sociopolíticos que no tienen nada que ver con la raza y sus características.
Vencida por el humanismo cualquier discriminación posible, hablar de alguna ventaja en cuanto a la composición étnica resulta anacrónico. La verdadera riqueza de un pueblo está en la diversidad, la que le proporciona mayores opciones frente a las dificultades y posibilidades para sobrevivir, desarrollarse y alcanzar sus metas. El mestizaje es la “séptima raza”, sobre todo cuando los pueblos se “mudan de sitio” en esas emigraciones profusas y hasta cierto grado desorganizadas e incontrolables.
La gran pregunta sería si la diversidad no siempre fue la norma, aún en casos como el de los chinos, los mongoles y otras etnias. Lo mismo aplica a los negros africanos, radicales conductores de una enorme diversidad etnográfica. Pero podría decirse lo mismo de los blancos europeos, sin excluir a los mismos españoles, una conjunción de muchas etnias.
La geografía, y su escuela del clima, tampoco pueden ser factor determinante en el temperamento de los pueblos y menos ahora, cuando el hombre parece estar domando la naturaleza con la tecnología, y cuando es cada vez menos vulnerable a los caprichos de sus procesos y a la dictadura de sus características físicas, antes inmutables. La geopolítica, “conciencia geográfica del Estado”, explicaba antes los grandes conflictos en función de las migraciones y las disputas de los espacios físicos y sus riquezas en un mundo despoblado donde sobraba mucho espacio.
Hoy los espacios se agotan, les recursos no renovables también, y para colmo el planeta está superpoblado. La “lucha a muerte de antes fue por otro tipo de espacios: como los económicos; mientras las ventajas son cada vez mas políticas que físicas, mas intelectuales y tecnológicas que materiales. Más artificiales que naturales. Es lo que el periodista argentino Andrés Openheimer llama en su ultimo libro (“Basta ya de historia”, 2010) la “economía del conocimiento”.
Lo que determina el temperamento y la identidad de los pueblos es su cultura, que siendo un concepto sincrético ligado al desarrollo histórico, y que comprende un asunto en permanente transformación, tiene una fuerza que define, identifica y denuncia. Pero que también nos descubre y hasta nos retrata el alma a través de la palabra, ese código que para la cultura es una suerte de ADN sonoro.
Nosotros que somos un calidoscopio étnico, receptáculo de los rasgos culturales de los vectores de esa mezcla, ahora representamos, en el crisol del tiempo, una cosa totalmente diferente. Muy parecida a nosotros mismos, que ya no nos parecemos casi a nadie. Porque la cultura dominicana es realmente la médula del temperamento, el carácter y la idiosincrasia de nuestro pueblo. Eso es lo que nos delata. El instrumento fundamental de esa cultura es la lengua, la castellana o como modernamente decimos la española, la de la “Real Academia”, que haciéndose “realenga” en nosotros mismos y en nuestras motivaciones, tiene ya la marca de nuestro temperamento y forma de ser. Somos como nos expresamos.
La forma de expresarnos, de usar el idioma de Nebrija y sus particularidades dialectológicas, códigos nacidos en grupos humanos con la misma historia, es la que delata sin querer el carácter, el temperamento de la nación. La lengua española en nuestro devenir y ante nuestros dilemas geopolíticos, junto a la religión y al heroísmo, ha sido factor clave no solo de la llamada “cohesión nacional”, sino también de los ingredientes de caldo de cultivo histórico en la formación de eso que se conoce como el “Pueblo Dominicano”.
La palabra como vehículo cultural, más allá de la magia de la articulación del lenguaje, nos desnuda el espíritu nacional, nos disecciona la intención en el acto de comunicarnos, al desentrañar en el ideograma el alma del país. No se trata simplemente de pensar las palabras, decirlas, articularlas, modularlas con diferente acento, sino de sentirlas y usarlas con nuestra particular forma de ser, con el acento emocional de nuestro temperamento.
Y ante esa realidad inmutable, entre imperfecciones, irreverencias, construcciones atrabiliarias, también sucumben a veces las reglas idiomáticas y gramaticales de nuestra lengua y hasta las de los extranjerismos tocados por el tridente implacable de “nuestros demonios”.
No es únicamente el sentido criollo de decir las cosas, sino el significado que le otorga nuestra expresión, una especie de nueva traducción a términos que tienen para los dominicanos un significado inequívoco, pero que no guardan relación alguna con el diccionario, originando así vocablos que se escriben o se dicen en perfecto castellano, aunque para nosotros tienen connotaciones diferentes.
El profesor Juan Bosch decía que la sabiduría del pueblo dominicano estaba en sus refranes. Era como afirmar que el pueblo convivía con los intríngulis de la paremiología. Demorizi también, y por esos caminos, resalta en nuestra cultura la constante del heroísmo; del heroísmo con él y en él. Antes, ahora y después. Es en sus propias palabras donde están codificados los signos sacrílegos de nuestra manera irremediable de comportarnos.
La palabra, la que pronunciamos y escribimos; esta prótesis del recuerdo de la que habla Andrés L. Mateo. Esa muleta de la historia, esa condensación de la oralidad donde quedan atrapadas sin devuelta la intención y la emoción como huellas indelebles de nuestra manera de ser y sobre todo, la de la patria misma defendida, es la razón de ser del ser humano. Y no porque ella esté cimentada en su dicción, sino porque la patria habla y se defiende con lo que expresan sus propias palabras.
José Miguel Soto Jiménez
0 comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios de los lectores son bienvenidos