Un artículo de José Miguel Soto Jiménez
A Juan Carlos Mieses lo conocí hace unos años, aunque “lo conocía de toda la vida”. No estoy hablando de metáforas sorpresivas para desconcertar al lector. Me refiero a que antes de conocerlo en persona, en una de sus visitas al país, había leído ya su obra premiada y por la referencia de su compañero fraternal, mi profesor y amigo Simón Guerrero.
Acabo de leer su novela “El día de todos” donde ese poeta excepcional que es Juan Carlos, sin tertulias, parcelas ni guerrillas literarias, se encumbra de nuevo como sólo él sabe hacerlo. Como diría “Lilisie” refiriéndose a la política, Mieses “sabe cuando subir la güira” en el momento preciso, para poner “el dedo en la llaga” de los atolondrados con una prosa exquisita, en el dilema mismo de la dominicanidad.
El tema dramático es repetido y patético, motivado por viejas y arteras intenciones, rencillas, desacuerdos, posturas antinacionales y descuidos imperdonables. Siete días novelados, vistos por los ojos de una niña haitiana, que, quiera o no quiera verá con ojos atónitos la resurrección colérica de los ancianos héroes de la dominicanidad. Rechazando agresiones, manteniendo los límites que contienen una heredad que le pertenece a las futuras generaciones de dominicanas y dominicanos, y que nunca cederemos, “pésele a quien le pese”.
No hay conjuros literarios que valgan contra la fe y el derecho. Nada de racismo y xenofobias. Nada de abusos y truculencias. Nada de ilusiones y propósitos aviesos, escondidos en falsos humanismos, que siempre van en contra de una soberanía demasiado chantajeada, por eufemismos ensamblados. Fusión, integración, unión, federación, quimeras imposibles en la realidad de “una isla al revés o al derecho”, que debe defender y mantener sus respectivas identidades. Claro que para Mieses, siendo la poesía su “primera lengua”, las imágenes le salen al encuentro a cada rato, por cualquier esquina, como si le reclamaran algo, con el derecho y el celo natural e impertinente de las concubinas o de las amantes.
Juan Carlos, desde lejos, pero siempre desde muy cerca, no puede abstraerse como dominicano auténtico e intelectual fuera de serie, de la responsabilidad del gentilicio y lo hace subliminalmente, induciendo una advertencia enredada entre las patas de la fascinación literaria. Su novela tiene mucho de eso, aunque lo deje caer en la trama, como agua de rocío. Una advertencia sagaz que vale toda la novela. La deuda del origen y de la crianza, andando por los intricados caminos de la sangre, remonta el sueño sin querer, para concretizar la realidad y sus amenazas.
Es la geopolítica, la historia y la cultura, que trepidan bajo los pies del poeta, preámbulo de la mutación simbólica, donde la historia se hace sueño y los sueños carne, y entonces de nuevo, es la voz atemporal del poeta, que incorpora a Unamuno: “Con maderas de recuerdos armamos nuestras esperanzas”, y una determinación: Es necesario seguir siendo lo que somos, le responde el presente, y disculpo en Mieses los eufemismos propios de la poesía y sus caminos indirectos. En el trasfondo, otro poeta, Miguel Torga, a manera de coro de tragedia griega recita: “Patria es un pedazo de tierra defendida”, mientras Anderson, con la voz de la democracia advierte sentencioso: “la historia se repite primero como una tragedia y luego como cultura popular”.
¿Qué es lo que nos hace libres? ¿La verdad, como decía Juan el apóstol, trascendiendo al Escudo Nacional? O el servicio a los demás, como proclamaba el Rey Arturo a los Caballeros de la Mesa Redonda. Las dos cosas le digo yo, por los trillos de la novela: Nuestra verdad y solo ella. El servicio a los nuestros, corporizado en la nación, nuestra verdadera razón. Es a la tragedia a lo que alude el poeta en su novela. Su nacionalismo no está contaminado por la invocación de hechos execrables. Río con nombre miserable que recuerda genocidios contaminando a la luz del derecho las razones justas de la dominicanidad. Es la advertencia de un peligro encarnado en nuestros días la que acompaña la utopía y su aspiración legítima de paz.
“La realidad supera la ficción” y el pueblo, con los poetas a la cabeza, dicen “cosas que son, o quieren ser”. Quintas columnas, oleadas de agresión, pobladas, secuestros de símbolos nacionales, estampidas azuzadas sobre una pobreza que es nuestra pobreza. El tema ha generado novelas, comenzando por el “Masacre se pasa a Pie” de Freddy Prestol Castillo. Pero los autores y autoras haitianas han escrito más que los criollos sobre el asunto, siempre irreverentes a la dominicanidad y a sus próceres.
En “El día de Todos” la clarividencia del poeta, es increíble y supera la de la mayoría de nuestros políticos, legisladores o cientistas sociales. La trama de su novela, es el argumento o parte de la hipótesis sobre la cual se sostiene uno de los juegos situacionales de nuestra Escuela de Estado Mayor. El supuesto a partir del cual se puede desencadenar una escalada de violencia que nunca deseamos, pero que hay que prever para defender la “Soberanía Nacional”.
Clarividencia, coincidencia, casualidad, “chepa” o drama a “boca de jarro”, como se suele decir en buen dominicano. Los poetas siempre viendo más allá, leyendo en el paisaje la verdad presentida en los crepúsculos. Lo demás es buena literatura, buena intuición, buena investigación, buena técnica, excelente manejo de la lengua, mucho talento, poesía, mucha poesía.
Aparecido en el Listín Diario, el 23 de mayo del 2009
Una crítica preciosa.
ResponderEliminarCuando pase por España este verano no dudaré en agenciarme con un ejemplar.