Un paseo sin zapatos por los senderos del tiempo
El mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenençia; la otra era
por aver juntamiento con fembra plasentera...
Juan Ruiz
Al comienzo del siglo diecinueve en nuestra isla quedaban apenas los remanentes de los aventureros que zarparon de Cádiz, de Moguer o de Sanlúcar en el curso de los últimos siglos y que se reprodujeron al azar de los deseos o las oportunidades como para ilustrar alegremente la afirmación del Arcipreste de Hita. Dos siglos atrás, muchos de esos primeros pobladores europeos habían abandonado la isla para ir hacia tierras más promisorias, como aquellas descubiertas por Don Hernán y Don Francisco por los trópicos de Cáncer y Capricornio.
Los que se quedaron tenían la impresión de ser náufragos abandonados por las flotas imperiales. Aun no existía la patria, pero ya nos llamábamos dominicanos; reivindicábamos desde entonces el apelativo de Perros del Señor con los que soñó una noche el monje Tomás de Aquino y cuyos frailes llegarían a la isla siglos más tarde para salvar las almas de los infieles mientras sus coterráneos destruían al pueblo que acababan de descubrir y de esclavizar.
¿Qué significaba el exterminio para esos hombres de Dios para quienes la vida terrenal era un rito de paso, una línea existencial en el horizonte de la eternidad, una fugaz ordalía donde se ponía a prueba la fe y la esperanza?
Para finales del siglo dieciocho éramos los súbditos de una corona en bancarrota, indiferente, olvidadiza e irresponsable que aún hoy pudorosamente tildamos de Boba. El “nosotros” de entonces apenas se refería a una minoría de familias; parece que los esclavos no se contaban en las estadísticas al servicio de los muy católicos soberanos.
Al entrar el siglo diecinueve las cosas se volvieron más sencillas. El nacimiento de una entidad westfaliana en el poniente de La Española, ayudó a revelar, gracias a los contrastes, la identidad de un corpus social en el lado oriental. Se podía, al fin, definir claramente un “nosotros” por oposición al “ellos” que acaba de aparecer.
Pocos años más tarde el concepto vistió nuevos ropajes. La separación, o independencia, en su euforia entusiasta se proclamó libertadora. De golpe y trabucazo, según la aceptada mitología, nos despertamos libres y soberanos en una radiante mañana de mil ochocientos cuarenta y cuatro. En aquella época, “nosotros”, ya no se refería ― aunque casi todos lo ignoraban ― a un grupo de castas, sino a un conjunto de clases. La naciente revolución industrial lo exigía. Eran tiempos modernos. En esos mismos momentos, un gentleman alemán descifraba en la lejana Europa la dinámica de las clases sociales y su incidencia en la evolución de las sociedades humanas.
Algunos más informados, más astutos que la mayoría, se apoderaron del mundo de las palabras, el último campo de batalla; allí donde se ganan las guerras de las definiciones y del porvenir. Años más tarde, habrían de aparecer los héroes como deus ex maquina en el firmamento de nuestra historia. Hacían falta santos para los altares republicanos, había proclamado un tirano, no por azar; el poder no sólo reposa sobre el miedo y la violencia, también sobre el orgullo. El pueblo necesitaba saberse valiente, cantar a la faz del mundo sus victorias sobre el enemigo, el hombre diferente; saber que no era ni servil ni indolente, que estaba dispuesto al sacrificio por los siglos de los siglos, amén.
Hubo quizá que recrear ciertos detalles, borrar un párrafo o dos, reescribir algunas páginas o recomponer una que otra batalla; en fin, alterar un poco el pasado, una vez más; la realidad tiene la mala costumbre de no siempre ser conveniente.
Recordemos, no obstante, que al final de aquellas jornadas el poder quedó en las manos de quienes ya lo ejercían en nombre de un monarca lejano; que a pesar de lo que afirman los poetas, las victorias nunca son serenas; que podemos cantar con una viva emoción, libertad, libertad, libertad, pero que la libertad no se adquiere a fuerza de cantos, que hay que parirla, amamantarla, enseñarle a caminar, a veces bajarle la fiebre, educarla, guiarla por sendas llenas de trampas y que todo eso requiere tiempo, sacrificios y que al final hay que compartirla con los demás, como a un hijo y como a un hijo permitirle crecer, madurar y perdurar a través de las generaciones; que las riquezas no cambian de propietarios al ritmo de las repúblicas; que el destino final de los impuestos no garantiza por sí solo el ejercicio de la soberanía; que la élite de los grandes sobrevive a las vicisitudes y se adapta a todos los bailes de máscaras y hasta a las revoluciones.
Recordar, sobre todo, que la constitución era ya un pedazo de papel mucho antes de que lo declarara el aforismo de un cínico.
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