05 abril 2011
Las Palomas de la Guerra: Un Tour de Force de Juan Carlos Mieses
Por Ramón Constanza
Con la puesta en circulación de su segunda novela en poco más de un año el nacional e internacionalmente laureado escritor Juan Carlos Mieses demuestra que es una máquina creadora de literatura de proporciones insospechadas. Y digo esto no sólo por la existencia de su obra literaria acumulada (cuentos, poesía y teatro) hasta la fecha, sino porque tengo entendido que ya está trabajando en su próxima novela.
Pero entremos en materia. La novela que ahora nos ocupa, Las Palomas de la Guerra, trata de un hombre que regresa a su país y a su ciudad natal después de una ausencia de 40 años. Y claro, esta es la excusa para que Mieses, en el telar de su imaginación, se dedique a tejer y a entretejer los recuerdos con los que el protagonista nos conduce por los momentos e incidentes que, en el ámbito de la revolución de 1965, lo marcaron para toda la vida. Juan Carlos hace esto con un estilo narrativo que cual bisturí lingüístico taja y secciona de manera limpia y elegante los elementos constitutivos de la cadena sintagmática que sirven para crear frases y oraciones, y cuyo resultado final es un magnífico lenguaje descriptivo lleno de poesía.
Porque hay que añadir a esto que nada escapa al ojo escrutador de Mieses al describir escenas, paisajes y situaciones, como en el siguiente pasaje, que es sólo uno de entre muchos que podrían ser aquí citados:
“Las palomas se desparramaron por el cielo, giraron en el aire, rozaron las copas de los árboles, describieron un amplio círculo sobre los follajes resecos que esperaban las lluvias de mayo y en un blando ruido de aleteos volvieron a su refugio: el cajón con múltiples bocas negras que sobresalía como un torcido periscopio desde el patio de la casa de Elisa…”.
Pero no podemos olvidar que si bien la Guerra de Abril es el telón de fondo de esta historia ella sólo sirve de excusa para que se nos narre una historia de amor, un amor de juventud, un amor de esos que a pesar del transcurso del tiempo permanecen en hibernación, agazapados como un felino en algún recóndito lugar del cerebro, prestos a saltar al frente en forma de recuerdos ante un estímulo sensorial preciso, como ya lo estableció Proust en A la Busca del Tiempo Perdido. Esto no quiere decir, sin embargo, que en esta narración no haya otros temas claves, como la muerte, la inocencia y la crueldad de la guerra, que si bien son temas universales, aquí, por la forma en que son tratados, hacen que esta obra pueda ser interpretada de diversas maneras por diferentes lectores, lo cual constituye uno de los sellos de calidad de toda buena novela.
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El Autor.- En esta novela, como en su novela anterior, El Día de Todos, Juan Carlos Mieses, quien además de su lengua materna habla otros idiomas, prueba que es un escritor riguroso y metódico que hace sus tareas y que los años que ha vivido en diversos países no han pasado en vano: demuestra tener un amplio marco de referencia conceptual y sus trabajos literarios rezuman mucha cultura y una gran experiencia de vida, lo que, para beneficio del lector, se traduce en frases y sentencias que aportan sabiduría y llaman a la reflexión, como muchas de las que nos ha legado Borges y como éstas (hay más) que hemos podido desgranar de Las Palomas de la Guerra:
“Un rito es aquello que hace que un día se diferencie de los demás, una hora de las otras horas”.
“No sin cierta perversidad hallaste, consolador estar allí, adormecido, anónimo, sin deseos ni proyectos. Tal vez la muerte era algo parecido: estar lejos de las cosas, lejos de aquí, de ahora; el sueño de una ciudad solitaria”.
“¿Cómo podía alguien morir cristianamente en el siglo 21 sin ser devorado por leones en una arena romana, sin ser quemado en una pira encendida por manos integristas, sin ser atravesado por las flechas de un nuevo Saladín frente a las murallas de Jerusalén o del Ozama?”.
“Lo que puede detener el mar puede detener una bala”.
“Nicolás tenía la expresión de un niño que pide una malteada”.
Y es que antes de escribir una obra Mieses se documenta bien: sé que para escribir El Día de Todos se pasó una temporada en Haití buscando información sobre hechos y lugares, y no da en sus obras ningún dato de la vida real del que no esté totalmente seguro después de hacer las investigaciones de lugar, como sucede con la mención en la novela aquí comentada del “cementerio de la Av. Tiradentes”, cuyo nombre algunos amigos de mi generación y yo habíamos olvidado que era el del actual cementerio de la Av. Máximo Gómez.
Estructura literaria.- La obra que nos ocupa no es lineal, por lo que hay que leerla con detenimiento y algunas veces se deben volver a leer algunos pasajes para no perder el hilo de la narración, pues el autor se sirve del contrapunto (simultaneidad de planos distintos que da lugar a un ir y venir del pasado al presente y viceversa) utilizando un punto de vista narrativo que pasa de la segunda persona, para hablarnos del presente, a la primera persona para contarnos lo que ocurrió en el pasado, y nos ofrece así un universo espacio-temporal rico en sucesos paralelos.
El Lenguaje.- La mención de flores, plantas y árboles tienen la virtud de ponerle un toque de alegría, de nostalgia o de distinción a toda narración, según el tema de la obra, el tono del autor y el estado de ánimo del lector, y si uno de ellos ha de ser el fin que se persigue entonces Juan Carlos maneja muy bien ese tipo de vocabulario. Recuerdo un lejano día en que me dijo que se había dedicado a identificar y conocer un amplio número de árboles, flores y plantas que poblaban los jardines y alrededores de su residencia y de la ciudad, por lo que no es rara la mención que él hace de los mismos, a saber, entre otras:
“…observando cómo la silueta disminuía gradualmente tras los setos de bojos en la bordura del jardín”.
“Gaetano se había agazapado entre los geranios”.
“La madrugada olía a azahar”.
“En la verde maraña de cedros…”.
“…más allá de la hilera de robles que delimitaba la llanura”.
“…el rectángulo irregular de tierra donde crecían rosales, nardos, geranios y opacos helechos…”.
Finalmente, Mieses hace, como debe ser, un uso comedido de términos no muy comunes, pero necesarios en el contexto literario y el lugar específico en que se encuentran, que ayudan a enriquecer y a ampliar el vocabulario. Veamos los siguientes ejemplos:
“…los yodados relentes del Caribe”.
“Simétricos rejones de sol perforaban las penumbras”.
“El silencio se llenó de…bisbiseos de llantos infantiles”.
“…el leve perfume del pecado que se escondía en las volutas del incienso”.
En resumen, esta es una novela que ha de leerse sin prisa pero con pausas, para que pueda ser saboreada despacio, como una cálida bebida reconfortante en un país de fríos atardeceres de otoño.
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