13 marzo 2011

La Cruz y el Cetro


Por Fray Vicente Rubio,O.P., para la primera edición del drama histórico “La cruz y el cetro.”
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Si exceptuamos al Descubridor del Nuevo Mundo, pocos personajes de la primera mitad del siglo XVI en nuestro pasado colonial, atraen y fascinan tanto como Frey Nicolás de Ovando, gobernador de La Española (1502-1509). Comendador de Lares posteriormente Comendador Mayor de Alcántara, junto a la nobleza de su sangre puso la forja de un recio carácter curtido en la observancia fiel de su Orden Militar de Alcántara. Hombre dinámico por temperamento, hermanaba su activismo con su espíritu de oración. Poco o nada comunicativo y expansivo, sabía disimular los fallos humanos que en otros veía hasta el momento en que, con seño severo, los corregía sin contemplaciones. Hasta tenía el arte, más renacentista que medieval, de envolver las vejaciones y las humillaciones con las que zahería a la persona que no le caía bien, con la frase más cortés o con la sonrisa más displicente. Inflexible en sus resoluciones, nada ni nadie le apartaba de su decisión.

Entre los colonos de La Española hizo una obra de gobierno brillante. A él se le debe la organización político-administrativa de la isla. Funda entre nosotros nuevas poblaciones y manda enlazarlas con una elemental red de caminos. Traslada la villa de Santo Domingo desde la margen oriental a la occidental del Ozama, construye la primera Fortaleza y el primer Hospital del Nuevo Mundo (29 de noviembre de 1503), a la vez que favorece las edificaciones privadas con material firme. Ordena que se explore el interior de La Española de modo total y minucioso, que se averigüe la insalubridad de Cuba o que se inicie la penetración en la hermana isla de San Juan de Puerto Rico.

Pero también a Ovando se le debe el oprobioso sistema de repartimientos de indios en encomienda, regulado por las normas regias de 1503, y las guerras de Higüey contra los taínos alzados o la terrible campaña de Jaragua, que dio como resultado la espantosa hecatombe que todos conocemos por el relato de Fray Bartolomé de las Casas. Esta acción pacificadora supo llevarla Frey Nicolás a sangre y fuego, tanto en su frente central –el propio poblado indígena de Jaragua-, como en los alejados extremos de Guahaba y Aniguayagua, puntos éstos de acción bélica que él confiera a sus capitanes, Diego Velázquez y Rodrigo Mejía Trillo.



Sin embargo, tres años después de iniciar aquí su gestión administrativa, Ovando ya estaba cansado de gobernar La Española y pidió al soberano hispánico que le relevara del cargo, cosa a lo cual el monarca no accedió. Frey Nicolás salió incluso endeudado del territorio que había gobernado por Sus Altezas, los muy poderosos reyes de Castilla y Aragón.

La obra tiene solamente dos actos. Transcurre el primero en la villa de Santo Domingo y el segundo en los campos y en el poblado de Jaragua. Juan Carlos Mieses, en esta obra primera suya destinada al teatro, manifiesta dotes, altura, calidad y “nervio” para el arte del escenario, siempre difícil. Creo que su creación del Nicolás de Ovando de La Cruz y el Cetro se ajusta perfectamente a la realidad. En él se ve al gobernador esclavo de la razón de Estado. Por esto, ¡qué certera la frase: “siempre hay espadas en la historia de la historia”! Desdichadamente, hasta nuestros mismos días lo vemos y lo palpamos. O el grito que al propio Frey Nicolás se le escapa: “!Qué grande es la soledad a la que nos condena el gobernar a otros!”.

La conversación que consigo mismo tiene Ovando antes de dar la señal que dio a su hueste para iniciar la matanza de Jaragua, resulta impresionante.



Frente a Ovando está el ambiente de los nativos de La Española. El mundo taíno que Mieses nos presenta con Anacaona, la cacique de Jaragua, Guaroa, Guarién, etc., queda elevado por él a la categoría de un puro símbolo del destino que aguarda a las razas aborígenes de las Indias Occidentales. Al lado de la majestuosa Anacaona, siempre crédula, digna y noble –es la versión de Las Casas en contra de la de Gonzalo Fernández de Oviedo-, se halla Guarién, agudo e intuitivo; el sentencioso, osado y valiente Guaroa, signo de la resistencia indígena ante la conquista; o el anciano Behíque, brujo y adivino, que sabe penetrar a fondo en las distintas situaciones que sus ojos van contemplando para trazar pautas de comportamiento a sus congéneres. Tipos ellos son de tantas figuras indígenas, las cuales tuvieron diversa incidencia en el enfrentamiento de dos mundos.

Con tanta razón exclama unos de esos aborígenes de La Española: “¡La misión de un castellano duele siempre a los taínos”!. Otro, por ejemplo, prorrumpe en esta expresión que se debió escuchar más de una vez en la altiplanicie de Anhauac o entre los riscos nevados de los Andes: “Tal vez nuestro mundo ya murió y no nos hemos dado cuenta”, que encierra como un apretado manojo, innumerables sentimientos de importancia, frustración y contenida rabia que debieron sacudir las fibras más sensibles del alma indígena ante la superioridad del armamento y de los bélicos recursos que traía el invasor. Es interesante leer y releer, por eso, lo que dice Anacaona, próxima ya a ser ejecutada, al propio Ovando, y más aún lo que ella misma declara acerca del factor que, en verdad, ha vencido a la raza taína. Eso es, por desgracia, Tan efectivo como ayer.

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