08 abril 2009
El Haití Español
Después de treinta años de beligerancia la Europa del siglo diecisiete se encontraba exhausta; sus riquezas y su juventud se habían desangrado en campos, que en lugar de batalla, pudieran haber sido trigales o vergeles. Dos mil años de conflictos, de intercambios militares, lingüísticos, culturales, étnicos y religiosos habían moldeado las fronteras, las instituciones, los comportamientos, las lenguas. Había llegado el momento de mirar hacia los lados, de reconocer entre la multitud quién era quién; de reunir a la familia alrededor de las hogueras del invierno. La Guerra de los Treinta Años terminó en un tratado cuyas principales directivas continúan vigentes, tanto así, que más de tres siglos después sólo un puñado de intelectuales le pone serios reparos o predice su próxima extinción.
A partir de aquel momento histórico las fronteras se asentaron sobre un nuevo concepto que el romanticismo del siglo diecinueve habría de teñir con sueños de absoluta soberanía. La búsqueda, mejor aún, el derecho a la felicidad, se asentó en los manifiestos de los revolucionarios, en los versos de los poetas. El concepto de “Estado Nación” connotaba una nueva comunidad de valores, de criterios fundamentales, de territorio común, de leyes compartidas, de verdades territoriales; abría las compuertas a nuevos sueños de igualdad y de fraternidad y como corolario sellaba el fin del Sacro Imperio Romano de Occidente.
Esas ideas llegarían a nuestra isla a través, principalmente, de la revolución de nuestros vecinos; su lucha por la libertad y la independencia triunfaría sobre las fuerzas europeas gracias a una estrategia de destrucción sistemática de los medios de producción de riquezas coloniales que tendría consecuencias devastadoras para las generaciones del futuro. Los dominicanos por unos años fuimos haitianos; los buenos y los malos; los blancos, los mulatos y los negros; los republicanos y los monárquicos, los hateros conservadores y los trinitarios idealistas.
Criollos ilustres, que años más tarde se convertirían en los primeros gobernantes corruptos de nuestra joven república, formaron parte del gobierno, y del congreso de Puerto Príncipe.
En aquella cercanía de aspectos un tanto promiscuos, poco a poco se fue formando, a la sombra de la humillación y del desengaño, la certidumbre de la diferencia. De ambos lados de la isla la mayoría lo entendió así, de alguna manera.
No éramos pueblos iguales.
La isla era una e indivisible sin duda, pero éramos distintos.
Y tenían razón esos criollos; somos diferentes. Colegir a partir de esa constatación que somos superiores, como algunos afirman sin pudor y como otros sienten en su intimidad sin traducirlo en palabras, significa saltar imprudentemente a una conclusión tan infame como falsa. La ignorancia, nos recuerda Francisco Gañan con un dejo de indignada ironía, es atrevida; también lo es la soberbia.
A principios del siglo diecinueve un ilustre intelectual que no se atrevía a soñar la independencia, quizá porque no tenía el alma de un patricio y que al parecer era alérgico al concepto de igualdad y de libertad, intentó proclamar una separación que nos permitiera formar parte de la Gran Colombia. Desafortunadamente, lo primero que propuso aquel caballero, como si no fuera posible encontrar una reivindicación menos indigna, fue restaurar la esclavitud.
Esa ineptitud, que definía la libertad como el privilegio racial de una minoría, humillaba a todos aquellos dominicanos cuyos orígenes no eran europeos; no olvidemos que los esclavos eran todos negros y que la mayoría de nuestra población no era blanca.
Mal comienzo para un proyecto que se pretendía común y de alcances universales. Sesenta días de ignominia duró aquella entidad llamada Haití Español
Que en paz descanse.
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