23 septiembre 2012
EN TORNO A “APOLOGÍA DE LAS PALABRAS”
René Rodríguez Soriano entrevista a Juan Carlos Mieses
Ya lo he dicho con sobrada recurrencia: me gustan, me seducen, me sacuden, me enternecen y destornillan las palabras; soy débil por ellas. Sobre todo por su tableteo o el rítmico bailoteo con el que brotan del teclado o de los escaparates y botellas al mar. Juan Carlos Mieses lo sabe. Las manipula. Arteramente, con alevosía y asechanza, las articula y las echa a andar como luciérnagas o como dardos. Flechas veloces, encendidas. Cuneiformes, voraces, seductoras y cáusticas. Cautas y atrevidas. Palabras como agua, fuego, luz, resistencia y andar. Caminos y aguaceros.
Desde hace mucho tiempo a Juan Carlos y a mí nos unía la distancia que media entre un mail, un aeropuerto o una ciudad llena de gente, medios de locomoción, algunas mercaderías —lecturas incluidas, por supuesto— y algún cierto color de oscura geografía. Más de una vez planeamos un encuentro, lejos del mar, de nuestro azul, que nunca fue posible. Pero las palabras seguían ahí; nos seguían. Nos brotaban y nos unían. Hasta que, hará un par de años, sobre el mar y la distancia, lanzamos una cuerda y mediante ella iniciamos este diálogo que ahora se aviva más con la salida de su nuevo libro que, precisamente titula Apología de las palabras y otras variaciones (Centenario, 2012); 139 páginas “que se nos parecen tanto y que como nosotros huelen a lluvia y a horas podridas…”
Viniendo de las aguas del poema, donde ha domeñado con destreza y argucia la lengua y el lenguaje, pasando por la novela y el relato, Juan Carlos Mieses nos asedia ahora desde las estancias del ensayo, para hacernos reposar y rebosar en las orillas de sus reflexiones y disensiones. De Aristóteles a Avilés Blonda o desde Santa Cruz del Seybo al puerto de Sunda Kelapa, las palabras de Juan Carlos nos atan a las páginas de un libro que nos invita y conmina a leer más, querer más. Al terminar la lectura de esta Apología de las palabras, no resistí la tentación de abordarlo con estas preguntas:
—¿En qué tramo del río o de la “nada” del sueño con San Agustín se encuentra Juan Carlos Mieses al concluir la última línea de «Apología de las palabras»?
—Sería vano pensar que la escritura de un libro de reflexiones me permita acceder a alguna dimensión de sabiduría o vislumbrar alguna verdad trascendental a posteriori. Al concluir estos ensayos me encuentro, como todos, con más preguntas que respuestas y es natural que sea así pues la complejidad del universo del que somos parte sobrepasa infinitamente nuestra capacidad de comprensión y hasta de simple aprehensión. Soy parte de ese río que nace y muere a cada instante, como todos.
—A propósito de palabras, ¿qué con ellas, de qué se componen? ¿Para qué y por que son útiles o inútiles a la persona que escribe libros?
—Las palabras están más allá de la noción de utilidad. Lo son todo en el mundo del escritor. Ese extraordinario instrumento de conceptualización que es la lengua y que se expresa en palabras, nos lleva en cada aventura espiritual a un punto desde donde redescubrimos nuestra modestia y nuestra pequeñez y nos ayuda a comprender la vida más que mostrarla, a vivirla más que a explicarla como si el destino de los hombres fuera morder sin cesar la fruta prohibida que nos exilia del Edén, a cambio del libre albedrío, y de la terrible responsabilidad del bien y del mal.
—Y de retorno al río y al retorno, ¿después de tanto tiempo de vivir lejos del terruño y regresar, siente JCM sensación parecida a la del personaje de «Las palomas de la guerra»?
—Si algo he aprendido en mis viajes es que el retorno es incesante; la nostalgia nos vence finalmente porque todo lo que somos se encuentra en un pasado que es tan frágil como un sueño y como un sueño, indestructible. Es aterrador y embriagante constatar cómo el ayer se desdibuja ante nuestros ojos, cómo se resquebraja la realidad, cómo se extingue el mundo conocido y es remplazado por otro que luce ser el mismo y sentir que morimos en las cosas que nos rodean y no saber si renacemos en otras.
—Mar, camino, flecha, río, Heráclito, Mieses Burgos, humanidad… ¿qué tiene que ver todo esto con el acto de leer, con el poema?
—Todo. Mar, camino, flecha, río, Heráclito, Mieses Burgos, humanidad… La lengua los ha unido. Si hablamos de ellos es porque viven en las palabras, en nosotros. Con las palabras tendemos una mano al vacío esperando que alguien las tome. Así como respiramos un aire común, así nos unen la lengua y las ideas. En ellas crecemos, con ellas recreamos el pasado y soñamos el porvenir. Escribir y leer son dos momentos en la vida de una palabra, de una mirada, de un sueño.
—Luego de transitar con pie firme amplios senderos del poema y el relato, ¿cómo te sientes en los territorios de la novela y del ensayo?
—René, soy, como tú has dicho de ti mismo, un escritor… degenerado. Los géneros se nos van imponiendo, como piezas que exigen una herramienta; así como un tornillo reclama un destornillador y un clavo un martillo, una historia larga y compleja necesita una novela o simplemente a Homero.
—¿En cuales aguas te sientes más pez?
—En mi caso, el placer de escribir es efímero y raro, la angustia es lo común. Sabemos que estamos de paso decía Brecht y la escritura me lo recuerda a cada párrafo, pues lo que escribo es la vida. La vida de los peces no es tranquila, las aguas están llenas de depredadores y de abismos.
—Además del antes y el ahora, a través de los símbolos flecha, mar, río y demás, nos planteas un recorrido por la identidad del ser dominicano. A tu juicio, ¿qué nos asemeja y nos diferencia de nuestros vecinos de la parte occidental de la isla, y de los de las islas adyacentes?
—Lo que separa a los hombres es lo mismo que nos hace iguales, pero enlodado por la desconfianza o el miedo. La igualdad de los hombres no es un mito del Bill of rights o de La déclaration des droits de l’homme. El azar de las circunstancias nos hace parecer diferentes y sin duda limita nuestras posibilidades de crecimiento y de realización personales, pero sólo los necios o los villanos pueden creer que la miseria y el color de la piel determinan la humanidad de unos u otros.
—Si bien del negro y del español se pueden presentir ecos y rastros delante, detrás y más allá de las orejas… del taíno, del caribe y otros antiguos pobladores del área ¿qué nos queda?
—Temo y créeme que lo lamento, que los tainos no nos hayan dejado en herencia el sentido de pertenencia a la tierra. Recuerdo que en Bali, último reducto del imperio Majapahit, los habitantes cultivan los arrozales con respeto y devoción porque saben que acarician con sus manos y sus arados la piel de Dewi Sri. ¿Cómo no tratar con respeto a una diosa que les permite cultivar el arroz sobre su hermoso cuerpo? Quizá el hecho de que en esta isla todos seamos extranjeros (ya que estamos en ella desde hace apenas unos pocos siglos) haya contribuido a que veamos a la naturaleza como algo ajeno a nosotros, algo que no nos pertenece realmente. Esa visión puede ser un obstáculo para nuestra supervivencia a largo plazo. Hay que saber mirar el porvenir para hacerlo posible.
—Y de retorno a las palabras, ¿a qué te suenan palabras como éstas: bárbaro, constitución, pedazo de papel, areito del cimú, oda al cazabí, perro mudo o la jutía?
—A lo que somos como producto de las épocas y los azares: un resumen de prejuicios y de ideales. La historia de cualquier nación, de cualquier sociedad se puede rastrear en la expresión de sus ansias, de sus terrores y de sus confusiones; también en sus anhelos de justicia y en sus sueños de amor y de esperanza.
—¿Cómo ves el panorama de la literatura dominicana después de tu regreso?
—De la literatura dominicana hay mucho que decir. La isla actúa como prisión y refugio al mismo tiempo, por lo que abunda la inocencia y la perversión. La mundialización se traduce como un manzano tentador y el conocimiento como una maldición, porque el hombre no se puede entender ni se puede definir por sí solo ya que somos yo y somos nosotros al mismo tiempo. La sociedad nos modela y nos limita. A pesar de un medio literario infectado con el virus de la ambición de riqueza, de poder y de renombre, subsiste un grupo importante de literatos y de escritores verdaderos que admiro y respeto. En otros, el impudor tiene cartas de nobleza y el oportunismo es visto como una astucia inteligente. Me dirás que de todas se puede decir lo mismo. Solo que lo mismo nunca es igual. Las circunstancias son siempre únicas.
—Tú, viajante impenitente, hoy de retorno a tu tierra, ¿cómo te avienes con los códigos con los que se manejan escritores, promotores, autoridades y advenedizos en el ambiente literario del país?
—Observo el circo y el facilismo que se ha expandido y eso me apena. Sería injusto no reconocer méritos y los esfuerzos, independientemente de las intenciones perversas de algunos. Pero hay que recordar que la erudición no siempre lleva a la sabiduría, el talento a la virtud o la inteligencia a la probidad. Recuerdo que mi padre decía que no se debe admirar a un hombre por su inteligencia o sus conocimientos sino por la ética de sus actos.
—¿Crees que existe una diferencia marcada entre lo que escribe un escritor que resida en el país y otro que viva en el exterior?
—Sin duda el entorno influye en nuestra escritura y nuestra vida; la visión cambia y la reflexión sigue caminos diferentes; pero nunca estaremos seguros de si lo que escribe un hombre hubiera sido diferente de haber vivido en otro lugar. ¿Hubiera Borges sido Borges de no haber salido nunca de Argentina? No lo sé.
—¿Cuál es la verdadera patria de un escritor? ¿Crees que sea cierto aquello de que el escritor es un lujo del país y por lo tanto debe ser subvencionado por el Estado?
—El problema de la palabra lujo en nuestro país es que para muchos es sinónimo de inútil… y de hecho el trato que recibimos la mayoría de los escritores es casi siempre el que se reserva a los marginados, a los bufones y a los iluminados. Te adulan pero no te pagan, te hacen cumplidos halagadores pero no te respetan. Los diarios se hacen rogar para publicar tus ideas como si te hicieran un gran favor, muchos editores te ven como un pordiosero y el Estado, a veces, como un áulico útil para escribir discursos y decorar las declaraciones oficiales.
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